lunes, mayo 16, 2011

En el ángulo muerto Vol. 102




La metamorfosis

Don Cecilio pasó la enfermedad tras unos interminables diez días en los que la parroquia se convirtió en una especie de centro de peregrinación. El pueblo se llenó de habitantes de la comarca y la única fonda de la zona no daba abasto para tanta demanda, lo mismo pasaba con los pocos negocios que existían y, los pueblerinos que de tontos no tenían un pelo, comenzaron a montar pequeños puestos en los que se ofrecía comida e incluso abalorios religiosos que supuestamente estaban bendecidos por el cura. Éste, sin embargo, se mantenía en cama intentando superar la crisis que prácticamente había acabado con él. Según el médico se trataba de agotamiento, simple y llanamente; un cansancio tan profundo que hizo de él un guiñapo con calenturas y miles de dolores. Únicamente uno de los secretarios del consultorio que había montado en la Iglesia tenía acceso a su cuarto y a su presencia, éste era el que iba dando las noticias sobre el estado de salud del ya famoso cura.
Las personas que se habían arremolinado frente a la Iglesia, en la plaza en la que se encontraba, miraban al cielo, rezaban y hacían todo tipo de supuestos sacrificios por la salud de su querido líder espiritual. Algunos incluso habían llegado a mortificarse y, algunos sectores, comentaban la necesidad de comenzar con la burocracia necesaria para la beatificación de don Cecilio. Los menos, aquellos que seguían haciendo la vida cotidiana a la que estaba acostumbrado Cerezo del Río, tenían que lidiar con todos los foráneos que ocupaban todos los lugares por los que se transitaba y que, en algunos casos, formaban una especie de grupo radical en el que no faltaban las oraciones y canciones a cualquier hora del día o de la noche. Los menos devotos o los que tenían que trabajar, comenzaban a estar hartos de la situación que se había montado en la antes tranquila villa de Cerezo del Río. Se hizo una queja formal al alcalde para que se deshiciese de los sectarios seguidores del párroco pero éste, por miedo a perder mano en la población, desoyó cualquier consejo o advertencia sobre ese asunto. Confiaba en que, tarde o temprano, todos se fuesen a sus casas y la vida volviese a la normalidad. El guardia civil de la zona tampoco estaba por la labor, de hecho había desatendido sus ocupaciones por ir todos los días a la plaza para mostrar su apoyo incondicional a don Cecilio. De esta manera, hasta los cuerpos de seguridad del Estado habían caído en la ola de misticismo de la que hacían gala los habitantes de la comarca.
El décimo día, como si de un resucitado se tratase, don Cecilio salió a la ventana que daba a la plaza y se dirigió a la congregación que abajo se agolpaba. Cuando le vieron salir comenzaron a sonar vítores y gritos de alegría, aunque su aspecto era muy desmejorado y parecía haber adelgazado su enorme barriga su voz sonó firme y autoritaria. Lo primero que advirtió, con tono ciertamente amenazante, fue que se desalojase esa zona y que por favor se abstuviesen de cánticos o gritos mientras terminaba con su reposo y recuperaba fuerzas. El gentío se miraba absorto, como si el asunto les pillase de sorpresa, e incluso se escuchó algún chillido de alegría que fue sofocado para evitar el enfado de don Cecilio. El cura, impertérrito, continuó con su disertación y explicó que la consulta que había montado en la parroquia se cerraba hasta nueva orden pues la imprevisible misión para la que había sido elegido exigía completa dedicación y no podría volver a tratar asuntos ajenos que no estuviesen marcados por la providencia. También advirtió que, hasta que dijese lo contrario, se acababan las peroratas y sermones de los domingos hasta que volviese a recuperar el don que había perdido por tantos años de trabajo: la palabra. Todos se quedaron mudos mirando hacia el párroco que mantenía una pequeña pausa para ver la reacción de la concurrencia, cuando se hubieron repuesto de la sorpresa continuó hablando y reveló que había perdido la capacidad de dirigirse a su rebaño, que le había sorprendido una sequía verbal profunda y que eso era lo que había provocado su terrible enfermedad. Cuando hubo terminado, sin dar mayores explicaciones, cerró la ventana y se encerró de nuevo en el refugio de su hogar. A los pocos días, cuando la congregación se había disuelto, compró una pequeña furgoneta destartalada y salió en busca del pecado para lograr esa inspiración perdida. Los que fuimos testigos de su ascenso y caída éramos conscientes de que quizás se tratase del principio del fin del extraño personaje que un día aterrizó en Cerezo del Río.

Nacho Valdés

1 comentario:

raposu dijo...

Creo que debo protestar en nombre de los propietarios de furgonetas: no todos la tienen para poder ir a buscar el pecado en los luminosos de carretera.

Además, los hay que van andando, que lo sé yo.