lunes, octubre 01, 2012

En el ángulo muerto Vol. 162




Viejos sureños


Phineas había nacido en la granja de Lord Spencer, su familia había sido comprada por la del señor y él había visto el mundo por primera vez en una antigua cabaña que se había venido abajo en una de las tormentas del otoño. Eso era lo único que quedaba de su pasado, el resto había desaparecido, había muerto o se había alejado después de la guerra. Le daba igual pues era consciente de que los negros como él tenían pocas oportunidades y bastante tenía con haber sobrevivido, tener un techo y poder ganar un jornal al servicio del viejo señor.
Tras la guerra le habían ofrecido la liberación pero decidió quedarse con el Lord, sabía que era lo mejor para él pues a dónde podría ir un negro sin formación y que no sabía hacer otra cosa que realizar el mantenimiento de la granja y propiedades de Mr. Spencer. Por ese motivo se había quedado junto a Ruth, que era su mujer y ambos ocupaban un estrecho cuarto junto a la cocina de la mansión. Le daba igual que el señor durmiese entre sábanas de algodón recogido gracias al esfuerzo de sus hermanos y hermanas, él era un tipo práctico y sabía que el Lord le necesitaba más a él que al contrario. De hecho, si le diese algún día por desaparecer todo el edificio se vendría abajo pues estaba constantemente arreglando, apañando y poniendo a punto todos los descalabros que el tiempo y la falta de dinero provocaban en la edificación. Sabía que su amo estaba prácticamente en la ruina aunque moviese algunos fondos en la banca y hubiese comprado algunas propiedades que le procuraban escasos dividendos; la tierra, que era lo importante, estaba seca y no se trabajaba y no había visto animales en los terrenos más allá de algún ciervo o algún zorro. No hacía falta tener una gran formación para saber eso.
El Lord y él tenían casi la misma edad, debían llevarse muy poco por lo que, cuando el señor celebraba su cumpleaños con ellos dos, él añadía un par de años a la cuenta y le salía su edad. Recuerda que cuando era pequeño Mr. Spencer y él habían jugado juntos, se habían bañado juntos en el río e incluso habían compartido el plato. De hecho, un día le había tenido que pegar un guantazo cuando ese blanquito intentó arrebatarle la navaja que había conseguido con mucho esfuerzo y algún que otro engaño. Ese fue el último día en el que jugaron juntos, el Lord fue a acusarle ante su padre y éste le propinó una brutal paliza por andar por ahí con negros; a Phineas le pasó exactamente lo mismo, su padre, un negro bestial y cargado de rencor por la esclavitud le dejó tendido en su camastro varios días por andar jugando con el señorito sin tener en consideración que eso podía traerles problemas. Mr. Spencer nunca volvió a ser el mismo, comenzó a implicarse en la dirección de la hacienda y parecía disfrutar de manera especial con las torturas y castigos que infringían a los suyos.
Por suerte todo eso es cosa del pasado, él y Ruth se quedaron en la mansión tras la guerra y, gracias a eso, pudieron educar a sus hijos y ofrecerles una salida gracias a los innumerables volúmenes con los que contaba la biblioteca del Lord. Puesto que tenían cubiertas todas sus necesidades básicas, dedicaron sus ingresos para que un preceptor dedicase unas horas semanales a la formación de sus dos hijos varones. Éstos, además de trabajar duramente, leían sin descanso las recomendaciones de su tutor hasta conseguir hacerse autodidactas y prescindir de sus servicios. Después, como muchos otros, se fueron al norte en busca de trabajo. Phineas estaba tremendamente orgulloso de ellos, eran los primeros negros con algo de cultura que había conocido y además eran sus hijos. Cuando le llegaban sus cartas las guardaba y se imaginaba junto a su mujer que contenían noticias increíbles pues no era capaz de leerlas al ser analfabeto. Le daba igual, en un par de ocasiones le habían ofrecido leer alguna y habían preferido imaginarse lo que ponían. Era mucho mejor.
Un par de veces cada mes, para que Mr. Spencer se mantuviese tranquilo, cometía a propósito alguna torpeza para ser castigado. Ambos sabían que era algo intencionado pero esa especie de trato tácito suponía el motor de su relación, sin esa pequeña satisfacción sabía que su viejo amo se moriría de melancolía y él necesitaba que viviese para poder vivir con las comodidades a las que se había acostumbrado. De esta forma, bajaba al cobertizo y después de ponerse unos gruesos cartones bajo la ropa se dejaba azotar. Gritaba y chillaba como si de veras estuviese recibiendo un tremendo correctivo, después cada uno se iba a su habitación y el ciclo volvía a repetirse. Era lo mejor que podía hacer por el viejo terrateniente, de otra forma sabía que se apagaría por la melancolía.

Nacho Valdés

2 comentarios:

raposu dijo...

Pues me está gustando esta historia...

Sergio dijo...

Es que ser Lord mola un montón...

Con ganas de más nos quedamos...

SALUDOS