lunes, noviembre 01, 2010

En el ángulo muerto Vol. 77




Miradas

Nadie sabía nada, todo iba como supuestamente tenía que ir aunque, si nos prestáramos atención los unos a los otros, hubiesen reparado en que llevaba semanas inquieto. La culpable era ella, no sabría decir la edad precisa que tenía pero sí que aparentaba más edad y seguridad de la que ninguno de nosotros podía hacer gala mientras nos emborrachábamos sistemáticamente moviendo torpemente las caderas al son de la música. Siempre sucedía lo mismo; llegábamos de los primeros, con el bareto medio vacío, calentábamos motores con unas cuantas cervezas y para cuando ya casi no se podía uno mover debido al gentío, estábamos como cubas babeando tras alguna de las chicas habituales a las que repelíamos de manera automática.
Yo ya estaba harto, algo en mi interior me decía que estaba malgastando mi dinero y tiempo en compañía de mis viejos conocidos. Habíamos rebasado la frontera de lo que era sostenible y, los más preparados genéticamente de la pandilla, nos habían ido abandonando al calor del sexo opuesto. De vez en cuando alguno de los renegados aparecía por ahí y le saludábamos lánguidamente, procurando intencionadamente deshacernos de él pues la simple visión de alguien al que le sonreía la vida tras el paso por la pandilla nos provocaba una profunda aversión. Sin embargo yo estaba decidido a dar el paso, a dejar a mis compañeros de juergas atrás para centrarme en el bello sexo femenino que tan esquivo nos resultaba debido a nuestros abusos etílicos. Sin hablarlo con ninguno de mis compinches había urdido un plan que por su sencillez resultaba infalible; llevaba varios fines de semana trabajándome a una de las habituales a la que todavía no habíamos espantado. Consideraba que mi conocimiento del terreno, mi más que destacable simpatía y que físicamente no resultaba desagradable sería suficiente para conseguir el objetivo de desligarme de la barra del bar en la que habíamos consumido nuestras noches.
Como solía ser habitual ella llegó cuando la gente ya bailaba desenfada y cuando las nuevas parejas comenzaban a definirse, nosotros nos manteníamos en nuestra esquina agobiando a la camarera que, con una notable habilidad, nos repelía sin contemplaciones pero con la gracia suficiente como para mantener nuestro interés vivo. Siempre escoltada por sus amigas, sin ningún tipo que la llevase del brazo bebía tímidamente antes de lanzarse a la pista. Yo ya me había fijado en ella y arrojaba miradas descaradas que despertaban su interés. Era una presa mayor, una mujer que consideraba era mi pasaporte a una dimensión que evitase el patetismo que envolvía mis fines de semana. Iba ajustada, tremendamente apretada en el vestido que parecía una segunda piel, nos miramos y supe que ella me esperaba. No había reunido aún el valor para acercarme a su grupo por lo que pedí otra copa, simplemente por envalentonarme. Ella nos observaba, tenía claro que estaba en el camino correcto. Mis amigos seguían con sus cortejos y rituales habituales, a cada segundo más borrachos y más alejados del dulce género femenino. Entre el humo, la oscuridad y la gente bailando seguía todos sus movimientos que cíclicamente acercaban a los machos del lugar. Independientemente de todos los reclamos que le lanzaban, era hacia nuestra esquina a dónde miraba, estaba seguro de que lo tenía hecho, solo debía acercarme a recoger el fruto maduro. Pensé que con una copa más tendría la absoluta seguridad de tener la lengua lo suficientemente ágil como para engatusarla sin remisión, así que pedí el licor y me fui al baño para estar cómodo y no sufrir ninguna interrupción indeseable cuando me lanzase en pos del apareamiento.
Cuando volví a nuestro lugar en la barra solo quedaba uno de mis compañeros de fatigas, borracho como una cuba y haciendo guardia frente a la copa recién servida que me habían dejado preparada. Pregunté por los demás pero no supo explicarme qué era lo que había sucedido, un sudor frío recorrió mi espinazo. Lo que hasta hace unos minutos parecía impensable se volvió certeza cuando vi a uno de los nuestros, uno al que prácticamente consideraba un hermano, bailando con la que iba a ser mi captura. El muy capullo había elegido a la misma y, con toda probabilidad, se la había ido trabajando mientras yo pensaba que iba en la dirección adecuada. Les maldije en voz baja y, sin pensármelo dos veces, me entregué al alcoholismo que, al menos, nunca falla.

Nacho Valdés

3 comentarios:

Sergio dijo...

Bendito y maldito alcohol. Ya sabes que todos los grandes escritores americanos fueron alcohólicos y que se dice que el único que supero esa barrera fue Cheever, que hasta Capote fue a pedirle consejo.
Todos hemos tenido esas noches en las que te vas a casa sólo, borracho y profundamente jodido. Lo mejor de todo es que al despertar lo único que queda de todo eso es un pesado dolor de cabeza.

Nos vemosssss

Seguramente la chica lo merecía.

raposu dijo...

Consultorio de Ana Francis:

Querido prota,
La chica ha pensado que tú tenías más interés en la copa que en ella, así que ha dejado que se le acercara el primer moscón que lo intentó.

Recapacita, deja el alcohol y demás sustancias, aunque crees que te ayudan no es así. Tus habilidades normales son más que suficientes.

Dale dos hostias a ese mal amigo y levántale la piba ahora mismo. La copa puedes terminarla, ya total...

laura dijo...

Interesante y etílica historia...
Un beso.
Laura.