martes, octubre 18, 2011

En el ángulo muerto Vol. 119


Un rastro caliente

A la mañana siguiente, presa de excitación pasé por la redacción para justificar mi ausencia los siguientes días. El que ocupaba el puesto de editor ni tan siquiera me pidió que me explicase así que, sin lugar a dudas, me puso la situación mucho más sencilla. De todas formas, y por si me veía en algún aprieto debido al asunto en el que me estaba embarcando, tenía preparado un reportaje antiguo que nunca había salido a la luz y que me vendría bien para demostrar las horas de trabajo que iba a emplear en el señor Garrido. Por último, antes de salir del periódico, pasé a hablar con el encargado del material. Necesitaba un objetivo potente, algo grande que me permitiese hacer fotos a distancia. El tipo, que era un viejo conocido, me lo prestó sin ningún tipo de problema. Únicamente me recordó, antes de irme, que cualquier cosa que estropease sería responsabilidad mía.
Lo primero que hice fue ir al domicilio de Manuel Garrido pues, antes de hacer lo que estaba dispuesto a hacer, quería pedir por última vez una entrevista de manera oficial. Vivía en un barrio obrero cercano a Embajadores, no era una mala zona por lo céntrica que estaba pero tampoco era una maravilla. El edificio en el que tenía su vivienda era de cinco alturas, con una aire de rancio abolengo que evidenciaba que había tenido épocas mejores. Dejé el coche en un aparcamiento y la cámara la oculté como pude tras mi cintura, no quería que la posibilidad de verse fotografiado le echase para atrás. Esperé pacientemente y, cuando un vecino entró en el portal yo me colé con él. Aunque me miró con desconfianza la conversación banal que mantuvimos en el vetusto ascensor pareció tranquilizarle aunque, de todas maneras, me daba exactamente igual lo que pensase ese individuo que no conocía de nada. Por fin, tras la tortuosa ascensión en la caja que discurría por el hueco de las escaleras, llegué al último piso donde se encontraba la vivienda del señor Garrido.
El edificio, que parecía caerse a pedazos, tenía en que cada recodo alguna historia que contar. Me resultaba de lo más evocador para un relato sobre un viejo superviviente del Holocausto. Las paredes, cubiertas todavía por el papel pintado original, habían perdido el lustre original pero habían ganado en la personalidad que les daba el tiempo que había transcurrido por ellas. Era como si todos los que hubiesen pasado por el corredor desgastado que llevaba a la casa del sobreviviente hubiesen dejado su impresión, su huella. Lentamente me acerqué hasta su puerta, también era la original y estaba totalmente desgastada en el pomo y la cerradura. Tragué saliva y me planté en la entrada, llamé con determinación y escuché unos pies arrastrándose al otro lado. Contuve la respiración y esperé unos segundos, no se oía nada. Volví a golpear la puerta, esta vez con tanta fuerza que pareció que iba a salirse de los goznes. Desde el interior sonó una voz femenina, desagradable y chirriante: - ¿Qué quiere? – Dijo esa persona con un tono horrible.
- Soy periodista –contesté-. Desearía hablar con el señor Garrido, ¿está en casa?
- Aquí no hay nadie que se llame así, váyase o llamaré a la policía.
- Señora, pienso plantarme aquí hasta que puede hablar con el señor Garrido –tenía la seguridad de que era su vivienda pues había tomado los datos del registro-. Tengo todo el tiempo del mundo y no pienso moverme –amenacé-.
La mirilla antiquísima que parecía una especie de celosía metálica se abrió con un ruido chirriante, un ojo enrojecido se asomó y me escudriñó de cuerpo entero. Me impresionó tanto que di un pasa atrás, como protegiéndome de lo que podía hacerme ese agresivo globo ocular. Me repuse, menuda tontería, un ojo no sería capaz de hacerme nada. Y menos con una puerta por el medio. La mirilla volvió a cerrarse y contraataqué.
- Señora, dígale al señor Garrido que no pienso moverme de aquí, que seguiré en este pasillo hasta que tenga la decencia de atenderme.
- Ya le he dicho… -su voz se cortó abruptamente y en su lugar sonó la voz ya conocida para mí del señor Garrido.
- Está bien Marisa, está bien. –Dijo calmado dirigiéndose a la mujer.
La entrada se abrió y Manuel Garrido me invitó a entrar. Como no podía ser de otra manera aproveché la ocasión y me colé en su domicilio, me daba la impresión de que iba a hacer un excelente reportaje.

Nacho Valdés

1 comentario:

raposu dijo...

ya sé: al periodista le van a arrear un guantazo, le van a romper la cámara y además luego le echan del trabajo...