lunes, noviembre 08, 2010
En el ángulo muerto Vol. 78
Hermano lobo
Sabía que algo no iba bien, los animales no se muestran inquietos de manera arbitraria, sino que suelen estar motivados por algo que les inoportuna o acecha. Esa era la expresión, tenía la impresión de que algo acechaba desde la profundidad del bosque, o quizás, desde la altura de los peñascos que rompían la monotonía del valle con sus quebradas y puntas inabarcables. Ramiro llevaba días a la búsqueda de algún indicio que le permitiese comprobar a qué se enfrentaba; restos de pelaje, un rastro o excrementos. Sin embargo, sus indagaciones hasta la fecha habían resultado infructuosas. Hablando del tema con Luciana, su mujer, habían llegado a la determinación de que sería mejor tomar la delantera al animal que acechaba, de que sería mejor tomar la delantera para evitar males mayores. Él se encargaría de la búsqueda y ella, mientras se su marido se ausentaba, alimentaría a las vacas, cabras y pollos.
La noche anterior había preparado todo el material necesario para el comienzo de su andadura: la escopeta cargada con las postas para los jabalíes, no sabía qué iba a encontrarse; todo lo necesario para situar alguna trampa y comida y abrigo para resistir las noches otoñales que había hecho bajar la temperatura y habían tornado blancas las puntas de las crestas. Al alba, con las primeras luces, se despidieron con pocas palabras y él se dirigió hacía el bosque dejando atrás la pequeña y destartalada casa en la que vivía su familia desde hacía generaciones. Tendría por delante un par de días duros y reconocía que su cuerpo ya no respondía como antaño, desde hacía un par de inviernos sus huesos y articulaciones se resentían con la llegada de la humedad y el frío. Sin embargo era algo que se guardaba para él, ni siquiera lo había comentado con Luciana pues era de la opinión de que a nadie favorecía las quejas y, mucho menos, el desatender las obligaciones.
La floresta formada por decenas de especies que luchaban por imponerse unas a las otras, por encontrar la preciada luz que tanto necesitaban siempre, le impresionaba desde que era niño. Existía un límite muy marcado entre las tierras de labor del valle y la espesura abigarrada de vegetación, le daba la impresión de no pertenecer a esa zona y de que siempre que entraba en ella estaba observado por centenares de pequeños ojos que seguían sus movimientos. Tenía claro que era un extraño en tierra ajena, el pertenecía a las zonas abiertas y no a los pequeños espacios que únicamente permitían el tránsito de las pequeñas criaturas que vivían en agujeros, arbustos y cubiles. Por otro lado la espesura era necesaria para la supervivencia pues proporcionaba caza, la leña tan necesaria en esas latitudes e incluso algo de alimento para el ganado. Sin embargo, a pesar de la beneficiosa contribución del monte, cuando entraba en él, la iluminación se apagaba y una sinfonía de extraños sonidos le hacían azorarse y sentirse continuamente intranquilo.
Se dirigió hacia el lugar habitual en el que solía situar las trampas, cerca de un pequeño arroyo y en la ruta natural que recorrían los animales para ir a abrevar. Colocó un lazo metálico, grande y resistente pues tenía la certeza de que, en esa ocasión no se trataba de un pequeño raposo, sino de algo más grande y amenazante. Mientras colocaba el ingenio recordaba la conversación que mantuvo con el elegante funcionario venido de la ciudad para hablar con los habitantes de la comarca. El tipo apareció una mañana y, ante la imposibilidad de reunir a todos los habitantes del valle, tuvo que ir vivienda a vivienda explicando el motivo de su visita. Para cuando se reunieron, él y todo su séquito estaban de barro hasta las rodillas y tiritando por la humedad y el frío. Ramiro atendió a los motivos que le exponían, al confuso lenguaje jurídico que parecía querer decir que el uso de trampas y demás artilugios que se utilizaban para la caza serían sancionados y perseguidos. No dijo ni una palabra, pero en su interior tenía claro que ese señorito de ciudad no tenía ni idea de cómo latía la vida en las montañas. En cuanto vio que se alejaba le mandó al diablo y volvió a sus quehaceres, como si no hubiese pasado absolutamente nada.
Nacho Valdés
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3 comentarios:
Vale, estoy en el monte con Ramiro, me agacho para ver cómo monta la trampa mientras siento que el frío y la humedad se me están colando por las costuras.
Ahora bien, si me has traído hasta aquí espero que no sea, como te gusta hacer en ocasiones, para dejarme así...
yo también estoy en el monte, cuando se agacha Ramiro, veo que la raja de su culo sobresale por el pantalón, se me pasa el frio y la humedad, y noto un cosquilleo por mi cuerpo que hace que me abalance sobre él y le susurre al oído ¡¡¡Ramiro, como me pones!!!
Larga vida a Ramiro. Lo cotidiano supera siempre a cualquier modernidad.
SALUDOS
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