lunes, marzo 29, 2010

En el ángulo muerto Vol. 53


Espera

Los días pasaban lentamente, con el único entretenimiento de comer, ver la televisión o distraerse con las ridículas actividades que los monitores nos preparaban. Algunos, incluso, esperaban con ansiedad el domingo para que el párroco local diese la misa. Éste sí que era uno de los acontecimientos cumbre. Yo prefería la vida solitaria o bien la lectura en mi habitación o en el salón de juegos, tenía algunos allegados, incluso me llevaba bien con la mayoría, pero la verdad es que todos tenían esas manías de viejo que tanto me irritan. A la única locura en la que me he visto arrastrado es en la de temer la muerte, a mi edad eso puede suceder en cualquier instante; la parca no avisa a nadie.
Nos habían prohibido acercarnos a su habitación, en la residencia eso era una mala señal y, peor aún, si no lo trasladaban al hospital. Cuando sucedía esto sabíamos que el triste final estaba por llegar, que un compañero no tardaría en irse. Estos acontecimientos me ponen en un estado de nervios increíble, no soy capaz de dormir, ni de concentrarme. En esta ocasión se trataba de algo más grave, no era únicamente la presencia de la muerte, cosa más o menos habitual, si no el hecho de que el tránsito estaba destinado en esta ocasión para un amigo. Desde que comprobé que no había asistido al desayuno, moví mi maltrecho cuerpo por todo el centro en busca de una explicación, todo fueron excusas y cuentos, aunque la verdad era evidente. Dicen que no permiten visitas por la salud del enfermo, la realidad es que la defunción supone un hecho cotidiano que provoca el descontrol de los viejos y esto debe suponer un problema para los celadores, enfermeros y responsables de la residencia. Seguro que si nos dejasen asistir a este tipo de acontecimientos acabaríamos con las reservas de tranquilizantes y sedantes con los que cuentan.
Comí triste y sólo, pasé la tarde intentando leer algo y por la noche intenté el asalto a su habitación. Por supuesto me denegaron el acceso, me daba igual pues sabía que era algo previsible. Decidí que sería inevitable el hecho de despedirme del que había sido mi amigo, compañero y confidente los últimos tres años. Era algo valioso el tener alguien con quien hablar, alguien inteligente al que no se le ha ido la cabeza. Por estos motivos me sentía en la obligación de ayudarle en este paso trascendental que iba a dar.
Lo mejor era esperar, olvidarme de todo hasta que los pasillos estuviesen vacíos y pudiese pasear a mis anchas. Ya lo había hecho en otras ocasiones y casi nunca me había encontrado con nadie, supongo que los empleados utilizan la noche y la oscuridad para entregarse a sus pasiones ocultas. Cuando supe que nadie estaba alerta, abrí con suavidad la puerta, miré a ambos lados y salí en pijama en dirección a la habitación de mi compañero. El pasillo, enorme y desangelado, sólo estaba iluminado por las luces de emergencia y la luminosidad de las farolas que entraba desde la calle. Daba la impresión de estar en un lugar olvidado y abonado para la desaparición. Seguí al encuentro del viejo que agonizaba, la puerta de su cuarto estaba entreabierta, nadie vigilaba.
Cuando entré la penumbra no me permitió distinguir bien que el bulto de la cama era mi compañero, en un primer momento pensé que ya se había ido, que me había dejado. Lentamente me acerqué, mis vetustas articulaciones crujían a cada paso que daba, con miedo me asomé a su cara. Abrió los ojos de repente, no dijo nada, sólo dio una bocanada difícil para intentar hablarme. Su mirada denotaba agradecimiento, maldije al que le estaba dejando morir sólo y abandonado. Considero que ni un animal se merece un final así. Me senté a su lado y cogí su mano para auxiliarle, su expresión era la de un hombre aterrorizado y en soledad, alguien que estoy seguro tuvo una vida plena y llegó a lo más alto. Ahora estaba conmigo, con un anciano que intentaba inútilmente consolarle. Extrañamente yo no tenía miedo, todo el temor de la habitación estaba concentrado en el nonagenario que agonizaba frente a mí. No sé cuánto tiempo pasamos juntos, pero su respiración se fue agitando hasta que repentinamente cesó. Su vista se apagó, quedó fijada en un punto indeterminado, la inteligencia que en sus ojos brillaba desapareció en un instante. Le besé en la frente y me fui sin hacer ruido.

Nacho Valdés

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Grande, grande. Por cierto, ¿y este repentino hablar de viejos en sus últimas?

Nacho dijo...

Estoy abordando una trilogía sobre la tercera edad. El lunes que viene termino.

Abrazos

raposu dijo...

Muy bueno.
Besos.