Luna tocaba el piano a lo Jerry Lee y en sus ojos se habían apagado ya todas las luces. Se movía en el alambre con la clarividencia de un 10 anacrónico. Parecía inmune a todo y a la vez partida en 1000 pedazos al final de cada estrofa. Solamente cuando desplegaba sus alas por completo lograba, de alguna manera, reconfortar su luminosa tristeza.
Luna fue la última de las chicas saladas, pero se convirtió en la primera de un serie de maravillosas catastrofes que una vez más acabarían por partirme en dos.
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