lunes, febrero 24, 2014

En el ángulo muerto Vol. 219



Sin trascendencia

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Condujo a toda velocidad mientras fumaba compulsivamente, se miró al espejo retrovisor y comprobó que, independientemente de haberse aseado, tenía un aspecto lamentable surcado por unas ojeras profundas que le otorgaban un aire de decrepitud. En el poco tiempo que llevaba trabajando en el caso parecía haber envejecido varios años y unas bolsas de piel violeta surcadas de arrugas se habían instalado bajo sus ojos; además, le daba la sensación de que había aumentado el número de canas que poblaban su cabeza. Parecía increíble que el tipo que aparecía en el reflejo fuese él, parecían haber pasado muchísimos años desde la última ocasión en la que había dedicado unos segundos a cuidarse mínimamente.
Pegó un chasquido y devolvió la vista a la carretera para darse cuenta de que iba directo contra una furgoneta. Dio un frenazo y las gomas protestaron con un chillido acompañado de olor a quemado. No fue capaz de evitar el impacto y, aunque había rebajado las consecuencias, resultó lo suficientemente violento como para recibir sobre el parabrisas una lluvia de fragmentos que salieron volando a toda velocidad desde infinidad de puntos mientras un profundo crujido atravesaba su vehículo. Se quedó unos segundos aturdido, mirando hacia el capó doblado del que emergía un vapor denso con aroma a aceite para, finalmente, desabrocharse el cinturón y salir a la autovía en un intento de comprobar los daños. Al poner pie a tierra cayó en la cuenta de que la rodilla izquierda le dolía, se palpó y sintió la humedad cálida de la sangre que resbalaba por su pantorrilla hasta inundar el zapato. El pantalón estaba rasgado y, sin que supiese cómo se había producido esa desagradable herida, se percató de que tenía la carne abierta y de que por ahí manaba un líquido denso y oscuro. Fue al maletero maldiciendo y de un golpe lo abrió para sacar un paño, se lo puso en la extremidad y se acercó cojeando hasta el otro conductor. Se trataba de un hombre mayor que todavía estaba asustado por lo que había sucedido y, por suerte para él, la vetusta furgoneta que conducía aguantó el impacto sin mayores consecuencias. Sin embargo, el coche del detective parecía haber quedado para el desguace. El parachoques delantero se había hundido destrozando el radiador del que brotaba agua hirviendo que caía sobre el motor ardiente. Así, esto causaba una humareda blanca que no parecía augurar nada bueno. Además, una de las ruedas delanteras estaba torcida en una posición absurda y la cubierta estaba rajada debido a la chapa de la aleta que se le había incrustado. Evidentemente, de ahí no podría salir con ese coche.
Llamó al servicio técnico mientras arreglaba el papeleo con el anciano, éste no sabía bien cómo actuar y se dejaba llevar por el detective que con buenas palabras trataba de aligerar el trámite. Repentinamente, llegó una patrulla de carretera que se dirigió a los accidentados para pedirles la documentación. En ese punto Vázquez vio una posible salida, discretamente mostró su placa a los agentes que rebajaron su tono inmediatamente. El detective les explicó que estaba sumido en una investigación importante y que debían hacerse cargo del vehículo siniestrado hasta la llegada del servicio técnico. Los dos hombres se observaron un instante y, a la vista de que estaban por debajo en el escalafón, tuvieron que ceder ante las pretensiones del detective Vázquez. En cuanto acordó el asunto salió corriendo hacia la mediana de la autopista y, después de saltar peligrosamente a los carriles que iban en dirección opuesta, paró a un taxista al que le indicó la dirección de don Manuel.
Después del trayecto entró, como de costumbre, por la puerta de atrás del edificio y nada más atravesar el dintel se dio de bruces con la portera parapetada tras sus gafas de grueso cristal. La mujer, que daba muestras de cierta inquietud, le explicó que estaban poniendo en peligro su puesto de trabajo y que la situación estaba desbordándose con tantas entradas y salidas. Después, como si no supiese qué decir, quedó a la espera de la réplica del policía que, sin abrir la boca, sacó un billete de cincuenta euros que puso en la mano de la otra. Después, sin ni siquiera mirarle a la cara, se dio la vuelta y tomó el camino hacia el montacargas.
A duras penas fue capaz de subir el último tramo de escaleras, tenía la pierna dolorida y no era capaz de frenar la hemorragia. Cuando llegó ante su trastero, sin llamar a la puerta, entró directamente para sorpresa del agente Esteban que se quedó sin habla al verle de esa guisa.

Nacho Valdés

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