Sin trascendencia
Condujo a toda velocidad mientras fumaba compulsivamente, se
miró al espejo retrovisor y comprobó que, independientemente de haberse aseado,
tenía un aspecto lamentable surcado por unas ojeras profundas que le otorgaban
un aire de decrepitud. En el poco tiempo que llevaba trabajando en el caso
parecía haber envejecido varios años y unas bolsas de piel violeta surcadas de
arrugas se habían instalado bajo sus ojos; además, le daba la sensación de que
había aumentado el número de canas que poblaban su cabeza. Parecía increíble
que el tipo que aparecía en el reflejo fuese él, parecían haber pasado
muchísimos años desde la última ocasión en la que había dedicado unos segundos
a cuidarse mínimamente.
Pegó un chasquido y devolvió la vista a la carretera para
darse cuenta de que iba directo contra una furgoneta. Dio un frenazo y las
gomas protestaron con un chillido acompañado de olor a quemado. No fue capaz de
evitar el impacto y, aunque había rebajado las consecuencias, resultó lo
suficientemente violento como para recibir sobre el parabrisas una lluvia de
fragmentos que salieron volando a toda velocidad desde infinidad de puntos
mientras un profundo crujido atravesaba su vehículo. Se quedó unos segundos
aturdido, mirando hacia el capó doblado del que emergía un vapor denso con
aroma a aceite para, finalmente, desabrocharse el cinturón y salir a la autovía
en un intento de comprobar los daños. Al poner pie a tierra cayó en la cuenta
de que la rodilla izquierda le dolía, se palpó y sintió la humedad cálida de la
sangre que resbalaba por su pantorrilla hasta inundar el zapato. El pantalón
estaba rasgado y, sin que supiese cómo se había producido esa desagradable
herida, se percató de que tenía la carne abierta y de que por ahí manaba un líquido
denso y oscuro. Fue al maletero maldiciendo y de un golpe lo abrió para sacar
un paño, se lo puso en la extremidad y se acercó cojeando hasta el otro
conductor. Se trataba de un hombre mayor que todavía estaba asustado por lo que
había sucedido y, por suerte para él, la vetusta furgoneta que conducía aguantó
el impacto sin mayores consecuencias. Sin embargo, el coche del detective
parecía haber quedado para el desguace. El parachoques delantero se había
hundido destrozando el radiador del que brotaba agua hirviendo que caía sobre
el motor ardiente. Así, esto causaba una humareda blanca que no parecía augurar
nada bueno. Además, una de las ruedas delanteras estaba torcida en una posición
absurda y la cubierta estaba rajada debido a la chapa de la aleta que se le
había incrustado. Evidentemente, de ahí no podría salir con ese coche.
Llamó al servicio técnico mientras arreglaba el papeleo con
el anciano, éste no sabía bien cómo actuar y se dejaba llevar por el detective
que con buenas palabras trataba de aligerar el trámite. Repentinamente, llegó
una patrulla de carretera que se dirigió a los accidentados para pedirles la
documentación. En ese punto Vázquez vio una posible salida, discretamente
mostró su placa a los agentes que rebajaron su tono inmediatamente. El
detective les explicó que estaba sumido en una investigación importante y que
debían hacerse cargo del vehículo siniestrado hasta la llegada del servicio
técnico. Los dos hombres se observaron un instante y, a la vista de que estaban
por debajo en el escalafón, tuvieron que ceder ante las pretensiones del
detective Vázquez. En cuanto acordó el asunto salió corriendo hacia la mediana
de la autopista y, después de saltar peligrosamente a los carriles que iban en dirección
opuesta, paró a un taxista al que le indicó la dirección de don Manuel.
Después del trayecto entró, como de costumbre, por la puerta
de atrás del edificio y nada más atravesar el dintel se dio de bruces con la
portera parapetada tras sus gafas de grueso cristal. La mujer, que daba
muestras de cierta inquietud, le explicó que estaban poniendo en peligro su
puesto de trabajo y que la situación estaba desbordándose con tantas entradas y
salidas. Después, como si no supiese qué decir, quedó a la espera de la réplica
del policía que, sin abrir la boca, sacó un billete de cincuenta euros que puso
en la mano de la otra. Después, sin ni siquiera mirarle a la cara, se dio la
vuelta y tomó el camino hacia el montacargas.
A duras penas fue capaz de subir el último tramo de
escaleras, tenía la pierna dolorida y no era capaz de frenar la hemorragia.
Cuando llegó ante su trastero, sin llamar a la puerta, entró directamente para
sorpresa del agente Esteban que se quedó sin habla al verle de esa guisa.
Nacho Valdés
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