lunes, noviembre 05, 2012

En el ángulo muerto Vol. 167



El lento camino


La experiencia del grupo no duró demasiado, todos los componentes a excepción de Thomas tenían una familia que mantener y la música no les daba para llevar comida a la mesa. Él contaba con el estímulo necesario para compaginar los ensayos con el ritmo frenético de la fábrica en la que ensamblaba, apretaba y engrasaba sin descanso durante toda la jornada. A esto se añadía que tenía que aguantar a sus superiores, todos blancos que despreciaban a esos negros serviles que habían llegado desde el campo. Era patente la segregación que existía pues, a pesar de que en el norte las cosas parecían ir mejor, la realidad era bien distinta y era difícil borrar los hábitos y relaciones que estaban insertas en el carácter de la sociedad.
De la experiencia con la música había sacado algún contacto y su oportunidad llegó cuando el guitarra de uno de los clubs de moda se rompió todos los dedos de la mano izquierda en circunstancias un tanto sospechosas; Thomas prefirió no preguntar y ocupar su lugar durante su tiempo de convalecencia. Las primeras noches, aunque se le hizo complicado conciliar las jornadas extenuantes en la factoría con las noches tocando sin descanso, disfrutó enormemente y encontró en ese camino la ruta que quería llevar. Después de una semana se despidió de Ford y, aunque sus compañeros le intentaron convencer de lo contrario puesto que veían una locura el perder un puesto fijo, Thomas prefirió seguir su pálpito y continuar frecuentando la noche para tocar con sus nuevos compañeros.
Lo que iba a significar una pequeña sustitución se volvió un lugar fijo en el que tocar a diario pues, independientemente del día de la semana, siempre había blancos dispuestos a dejarse su dinero en copas para invitar a las jovencitas que se movían con los ritmos frenéticos mientras ellos aumentaban el tempo. El local en el que tocaba era en apariencia elegante aunque solo en apariencia debido a que la zona dedicada al personal de color era prácticamente un estercolero donde se reunían en los descansos y cuando se cerraba o abría. El lugar donde se cambiaban las chicas blancas que amenizaban la velada de esos tipos dispuestos a vaciar sus bolsillos era otra cosa pero los negros no podían asomar sus narices por ahí, el patrón siempre les amenazaba y les impedía acercarse. A Thomas todo esto le daba igual; ganaba más dinero que apretando tuercas y estaba rodeado de músicos que compartían, siempre que tuviesen un buen día, sus secretos con él. Además, nada podía ser peor que una decadente fábrica en la que perder la vida y la salud. En el período de adaptación que tuvo que superar se contentaba con aguantar el picor en los ojos provocado por los cientos de cigarrillos encendidos y con no perder el compás pues, cada vez que alguno de los músicos desafinaba o se perdía, tenía que pagar una multa que se utilizaba como fondo para las bebidas que consumían durante sus actuaciones. Aunque los primeros días se puede decir que se bebió a su costa, gracias a su talento natural enseguida fue capaz de hacerse un hueco entre los veteranos artistas que le rodeaban.
De una de las cosas de las que se percató fue de que a las blancas, tan angelicales y de apariencia tan dulce, los negros les despertaban cierta curiosidad. De hecho, y puesto que él era el más joven de la banda, todas las noches notaba como múltiples miradas libidinosas se clavaban en él cuando ejecutaba sus arriesgados solos. Al principio no le dio demasiada importancia al estar centrado en su instrumento pero, cuando consiguió cierta seguridad y el escenario dejó de impresionarle, comenzó a despertarse en él un sentimiento recíproco que le hacía observar a esas mujeres con otro prisma. Estaba acostumbrado a mujeres desaliñadas y cargadas de hijos y trabajo y esas muchachas olían a perfume y estaba maquilladas con tanto estilo que todas le resultaban atractivas. Sabía que no tenía que hacer demasiado para conseguir acostarse con alguna pero no se fiaba, los negros con los que tocaba le habían advertido que tuviese cuidado con los blancos, que eran peligrosos como un perro rabioso cuando se les intentaba quitar el hueso que llevaban en la boca. Se preguntaba el motivo por el que no podía probar a una de esas chicas, aunque solo fuese por una noche y se imaginaba que no debía de ser mucho más complicado que interpretar una frase a la guitarra; solamente había que tocar la nota exacta en el momento preciso.

Nacho Valdés

2 comentarios:

Sergio dijo...

Las raices bluseras deberían ser materia en las escuelas
Gran historia

raposu dijo...

Estoy disfrutando mucho con esta historia... de hecho me resulta muy curiosa la crdibilidad de lo que nos lo cuentas ¿has sido negro en otra vida anterior?