martes, marzo 15, 2011

En el ángulo muerto Vol. 94




Pesadillas

El cielo parecía volverse contra mí, caía como un rayo para al segundo volver a elevarse como una centella. Intenté cubrirme con mi saco, envolverme y desentenderme de lo que sucedía en ese entorno que parecía haber perdido toda lógica o sentido. La polifonía que llegaba del exterior de mi precario refugio se multiplicó al instante, parecía un orfeón satánico venido a buscarme. Casi tenía la seguridad de que era el viento, de que nada me sucedería, pero estaba comenzando a tener miedo. Eso explicaba que tiritase sin freno, que mis dientes castañeasen y rechinasen de forma desagradable mientras intentaba controlar las convulsiones de las que era presa. Salí de debajo de la tela, me estaba agobiando y el fuego parecía estar apagándose pues no era capaz de ver más allá de la luz de la hoguera, tenía la sensación extraña y desagradable de que el mundo se había evaporado y solo quedaba la burbuja iluminada por las ascuas que todavía brillaban como ojos de un rojo encendido. No podía aguantarlo, tenía que alimentar el pequeño mundo en el que estaba inserto antes de que se extinguiese y me tragase para siempre. Me incorporé y mi cuerpo se convirtió en una única punzada que me tiró hacia atrás cayendo de nuevo al lugar desde el que me había levantado. Parecía haber recibido una paliza, un apaleamiento que me había dejado malherido en esa inhóspita cordillera perdida. Aún así, me sentía cerca de casa, algo en mí había comenzado a crecer indicándome que estaba cercano a lo que buscaba y, a pesar de que no sabía qué era, estaba próximo y casi podía tocarlo con la punta de mis dedos. Ya lo descubriría. No me importaba estar perdido pues las montañas me mostrarían el camino, sabía que no me fallarían, que cuidarían de su hijo pródigo desaparecido hacía tanto tiempo. Haciendo un gran esfuerzo me levanté, grité como si fuese un animal y estiré mi brazo para tocar el tronco cercano que evitaría que el pequeño cosmos en el que estaba desapareciese tragado por la noche y los ojos rojos que salían del persiguiéndome. Las llamas inmediatamente se avivaron, iluminaron el entorno y comprobé aliviado que el mundo no había desaparecido. Todo parecía seguir intacto, o al menos eso parecía. Yo, sin embargo, me sentía enajenado y extraño. Algo había cambiado en mí, al menos eso era lo que pensaba. Me temblaban las piernas, el sudor gélido rodaba por mi cara y empapaba mi ropa. Miré al cielo, vi la luna brillando y todo se volvió negro.
No sé si fueron días u horas, perdí la noción del tiempo y desperté totalmente desorientado en una pequeña cabaña. Me habían cambiado la ropa y estaba envuelto en unas gruesas mantas que preservaban mi calor. Tenía los labios cortados y la cabeza parecía que iba a estallarme, como si a cada bombeo de mi corazón un martillo me golpease el cráneo. Me incorporé y comprobé que mi físico, a pesar de que todavía estaba dolorido, parecía estar recuperándose pues lo único que recordaba era el dolor que me había asaltado esa noche en la que mis desvaríos parecían a punto de freír mi cerebro. Eché un rápido vistazo a lo que me rodeaba. Una pequeña estancia diáfana pero con lo justo para sobrevivir, una puerta que probablemente daba paso al baño y otra, con aspecto más sólido, que parecía ser la que daba al exterior. Yo estaba en una cama individual en el extremo opuesto a la entrada, cerca de una estufa en la que ardía la leña que caldeaba el ambiente. La habitación era oscura pero acogedora, solo una ventana se abría entre las paredes recubiertas de madera. Me acerqué con dificultades, estaba todavía habituándome a moverme después del tiempo que había pasado en posición horizontal. El vaho me impedía ver el exterior, froté el vidrio y me di cuenta de que no era únicamente el cristal empañado el que me había confundido. El exterior, hasta donde me alcanzaba la vista, estaba cubierto por un manto blanco que seguía aumentando pues la nieve caía con fuerza. Enormes copos silenciosos que se acumulaban unos encima de otros sin que yo pudiese apartar la vista de ese plácido espectáculo. A lo lejos, entre la ventisca, apareció una figura que embozada se dirigía hacia donde yo me encontraba.

Nacho Valdés

3 comentarios:

Muchacho_Electrico dijo...

Valdés, ni los cólicos ni los pinchazos pueden con tu maestria literaria.
Un abrazo

paco albert dijo...

Al contrario, parecen hacerla más aguda, más "urgente", jer. Ya estoy esperando la entrega siguiente

raposu dijo...

Es duro tener que volver al trabajo, pero resulta que es aún más duro no poder ir por estar malito.

Bienvenido.