lunes, febrero 14, 2011

En el ángulo muerto Vol. 90




Los últimos días

Me costó prácticamente tres días llegar desde Salzsburgo a Hackett, tuve que hilar decenas de combinaciones hasta recalar en el pequeño pueblo de montaña del que provenía mi familia. El sitio, a mi entender, no tenía demasiados atractivos. Cuando el autobús me dejó en una plazoleta en la que se concentraban los tres comercios de la población, fui el único en apearme. Llegaba prácticamente con lo puesto y en mi bolsillo no parecía quedar demasiado dinero y no deseaba comprobarlo por lo que pudiese encontrarme. Debía buscar un refugio aunque fuese pasajero para intentar tirar en alguna dirección.
Lo que más me llamó la atención en ese primer vistazo fue lo desierto del lugar, las cuatro calles que llegaban hasta el lugar donde me encontraba estaban totalmente vacías. Me dirigí a un local que parecía ser una especie de cervecería y supermercado e intenté abrir la puerta. Estaba cerrada y me quedé intentando mirar a través de los cristales, en el interior se encendió una luz y una gruesa mujer se acercó al escaparate. La tipa parecía salida de algún cuento de los Hermanos Grimm, únicamente le faltaba el traje típico de la zona para ser un cliché con piernas. Bueno, más que piernas parecían columnas germanas que soportaban el imponente perímetro de su cintura coronado por un pecho descomunal. Me echó un vistazo desconfiado y por señas me preguntó qué quería. Yo estaba despeinado, con la ropa arrugada tras varios días de viaje y probablemente con la cara desencajada por las últimas tensiones que había tenido que experimentar. Le grité, con mi rudimentario alemán, que necesitaba algún lugar en el que quedarme a dormir pero la tremenda mujer no parecía querer entender lo que estaba indicándole. Probé con señas, haciéndole ver que necesitaba alojamiento y un lugar en el que ducharme pero me observaba con su mirada bovina como si fuese una especie de molestia menor. Estaba desesperándome, ¿tendría algún tipo de deficiencia o simplemente quería darme de lado para volver a sus asuntos? Rebusqué en bolsillo y saqué los pocos billetes arrugados y sucios que me quedaban, los pegué al cristal a través del que me miraba, y la mujer reaccionó con una leve sonrisa. Me dejó claro que entendía perfectamente lo que le estaba pidiendo.
No me dejó entrar a su local, salió ella fuera bamboleando sus carnes compactadas y se interpuso entre la puerta y yo. Al final, resultó que mi dominio del alemán no era tan malo y que la mujer se enteraba perfectamente de lo que yo le decía. Me explicó que en el pueblo no había ningún hostal o albergue para quedarse a dormir pero que ella y su marido, durante el verano, alquilaban un pequeño cuarto con ducha y derecho a desayuno para los amantes del senderismo que recalaban por la zona. En esa época del año, con las primeras nieves a punto de llegar, tenía la habitación disponible y me dejaría dormir por un módico precio. Me pareció un precio justo, y además con una comida diaria, pero me faltaba por ver la habitación en la que me iba a meter.
La seguí a la parte posterior del negocio que regentaba, en cuya parte superior comprobé que tenía la vivienda, y llegamos a una pequeña puerta que parecía el acceso a un sótano. Abrió el chirriante portón y descendimos a la oscuridad que nos aguardaba. Se trataba de una especie de pequeño almacén con una bombilla desnuda en el techo, con un jergón sobre un somier metálico y oxidado y con un plato de ducha mínimo que hacía las veces de cuarto de baño. Me quedé congelado, y no por el frío y la humedad que se respiraba en ese zulo, sino por las condiciones en las que tendría que vivir hasta que resolviese los asuntos que me preocupaban. Le pregunté por el aseo y la mujer con una risotada que hizo mover su papada me señaló el exterior, miré fuera y había un pequeño baño aledaño a la construcción principal con el que tendría que arreglarme. Puesto que no tenía otra cosa a la que agarrarme le pagué tres días por adelantado y apretujó el dinero con sus manos obesas para metérselo en el escote, yo aparté la vista un tanto asqueado por lo sórdido que me estaba resultando ese encuentro. Me dejó solo en mi nueva habitación y me senté en el somier intentando ordenar mis ideas, al rato volvió y me hizo entrega de la llave de la puerta y de un pequeño radiador que conectó a un regleta repleta de enchufes, cuyo cable se perdía a través del tabique. Cuando por fin me quedé solo me dormí a pesar del frío y la humedad, estaba demasiado cansado para pensar en esas nimiedades.

Nacho Valdés

2 comentarios:

raposu dijo...

No me extrañaría nada que la Teutona también tuviera un sable...

laura dijo...

Madre mía, pobre hombre! En fin la historia no pierde interés sino todo lo contrario.
Me está gustando un montón.
Un beso, cariño.
Laura.