lunes, octubre 18, 2010

En el ángulo muerto Vol. 75




Encerrona

La noche me amparaba y estaba dispuesto a deshacer la maraña en la que me había visto enredado, sólo debía ser precavido y dar los pasos adecuados para no volver a caer en una oscura madriguera como en la que me hallaba oculto. Antes de salir de la bodega recapitulé unos segundos acerca de los acontecimientos que me habían llevado hasta la situación en la que estaba, tenía la impresión de que habían transcurrido varias vidas desde que embarqué como capitán de mi nave meses atrás. Era tal mi desubicación que no tenía ni la más remota idea del tiempo que había pasado desde que salí de Europa, podían ser meses o, quizás, años. Me pregunté, por primera vez en mucho tiempo, por mi familia a la que había dejado atrás y a la que probablemente habrían comunicado mi desaparición. ¿Cómo se sentirían conmigo supuestamente desaparecido?
Olvidé el pasado y me centré en lo que tenía ante mí. Escuché atentamente contra el portón, estaba embadurnado de hollín y prácticamente no se me distinguía de las sombras que me rodeaban consideré que las condiciones eran las adecuadas para lo que me proponía. Algo no me encajaba, sólo se escuchaba el gruñir de la madera al ser batida por el leve oleaje, un concierto de crujidos y sonidos inquietantes que, sin capacidad para definirlo, se diferenciaban por algún motivo del ambiente habitual de la embarcación. Tenía la impresión de que todo estaba especialmente tranquilo, la calma tensa que precede a toda tormenta. Abrí una pequeña rendija y volví a aguzar el oído con atención, ni tan siquiera percibía el sonido de las ratas buscando alimento. Me arrastré con precaución, moviéndome milimétricamente para no levantar las alarmas de la tripulación. Tenía claro mi objetivo, debía hacerme con las llaves que abrían las argollas a las que estaban amarrados los negros. No conocía con seguridad dónde se encontraban pero sabía que, probablemente, sería el capitán el que las tuviese bajo su auspicio. Mi cuchillo era lo único que podía delatarme, el resto de mi físico estaba sumido en la oscuridad más absoluta y únicamente el filo metálico emitía algún resplandor cuando un haz de luz de luna incidía en él. El navío continuaba inmerso en el silencio fantasmagórico de la noche, salí al puente y me moví acuclillado entre los barriles, maromas y demás materiales, cada obstáculo suponía un refugio en el que retomar resuello durante unos segundos. Nadie estaba a la vista, no había ningún marinero haciendo la guardia de la noche y eso me resultaba extraño; siempre, por lo menos durante mi experiencia en la marinería, las noches habían estado cuajadas de vigilancias. Tenía frente a mí el camarote del capitán, pegué la oreja y no fui capaz de escuchar nada, lo más probable es que estuviese dormido. Empujé la puerta levemente, solamente para comprobar si estaba abierta, sorprendentemente no la habían dejado trabada por dentro. Escudriñé en el interior y no fui capaz de ver nada, la más profunda de las oscuridades se cerraba sobre la estancia y la asemejaba a una profunda gruta en la que todos los indicios aconsejaban que no me introdujese. Di unas leves zancadas en el interior y cerré la puerta a mi paso, tenía la sensación de estar introduciéndome por mi propia voluntad en la boca del lobo. Dejé que mis ojos se acostumbrasen a la penumbra, me mantuve unos minutos estático frente a la puerta, esperando a distinguir las formas mal iluminadas por la escasa luz de las estrellas que entraba por el ojo de buey. El espacio era mínimo, un pequeño catre, mucho más cómodo de lo que pudiese soñar cualquier marinero raso y un escritorio en el que reposaban papeles y cartas de navegación. Sobre el jergón, tapado con unas mantas había un bulto que se asemejaba a una persona durmiendo. A hurtadillas me acerqué con el machete dispuesto, levanté el brazo y hundí el metal en la silueta que descansaba ajena al peligro que se cernía sobre ella. Tras unos segundos en los que perdí la noción de lo que hacía, me di cuenta de que estaba apuñalando un montón de bultos inertes, todo se volvió diáfano mientras a mi alrededor revoloteaban las plumas del almohadón que acababa de coser a puñaladas. La puerta, a mis espaldas, se cerró súbitamente y me quedé atrapado. Al otro lado sonaron las risas de los marineros que me habían tendido la vulgar encerrona, había caído como un vulgar roedor en busca de algo de alimento.

Nacho Valdés

1 comentario:

raposu dijo...

Este hombre es un fiera, parecía que era imposible complicarse la vida más, pero siempre nos sorprende...

Negro, lo veo.