lunes, enero 30, 2012

En el ángulo muerto Vol. 132



Recuerdos de la calle

Rafael había pasado todo el día pensando en el hombre que le había sorprendido espiándole, la mirada cuajada de azul y capilares rojizos se había grabado en su mente. Así que no podía reparar en nada más que no fuese ese hombre tristemente resguardado del frío invierno. Durante las clases le habían llamado la atención en numerosas ocasiones, se veía que sus ensoñaciones no eran bien recibidas en el falso y encorsetado ambiente del instituto. Estaba convencido de que sus profesores, por lo menos aquellos que no le conocían demasiado, creían que era un chaval un tanto lento. Por decirlo de forma amable. Uno de los que van atravesando las distintas etapas sin pena ni gloria para después acabar enclaustrado en un trabajo anodino. Para él, eso era precisamente lo que había pasado con aquellas personas que no cesaban de recriminarle su falta de atención pues consideraba patente la falta de brillo y la mediocridad en la que navegaban esos estrechos educadores. Recordó de nuevo al sujeto que había visto entre cartones oliendo a orín, seguro de que si se había leído la mitad de libros y revistas que tenía protegiéndole ya tendría más cultura de muchos de los adultos que le rodeaban.
A la salida del centro, a la hora de la comida, decidió volver de nuevo por la zona en la que vivía precariamente el vagabundo. Tenía demasiada curiosidad como para dejarse vencer por el temor indeterminado que le provocaba la presencia de ese tipo, iría con precaución y procurando esconderse entre la manada de adolescentes que pasaba por ese lugar junto a él y echaría un vistazo para saciar su curiosidad. Algo le llamaba la atención, no sabría determinarlo con exactitud pero era una especie de magnetismo irrefrenable que le invitaba a volver por el mismo camino que había recorrido por la mañana.
Aunque tenía claro que difícilmente el hombre habría reparado en él, prefirió camuflarse entre el alboroto que los jóvenes provocaban a su paso y hacer bulto en algún grupo numeroso que le permitiese pasar desapercibido. Cuando estaba acercándose al pasadizo, al frío e inhóspito corredor donde siempre parecía soplar el viento, su corazón se aceleró y comenzó a sudar por la espalda. La humedad que se acumuló provocó que comenzase a enfriarse, parecía estar viajando a algún lugar recóndito y salvaje en el que su vida se encontrase en peligro. Recapacitó unos instantes y, mientras caminaba, comenzó a rechazar lo que ya se le estaba antojando como estúpidas ideas fruto de su mente juvenil. Sabía que no tenía nada que temer, que ese hombre probablemente estaría dedicándose a buscarse la vida, a procurarse alimento para pasar otro día más sin hogar a la intemperie. Sin embargo, cuando le vio, no pudo resistir el agitarse y ser presa de cierto pánico.
Se quedó alejado por una veintena de metros, a la entrada del pasillo que debía recorrer para llegar a su hogar. El resto de chicos continuó su marcha entre gritos sin reparar en el individuo que, sentado sobre una cesta de fruta de plástico, parecía seguir atento la lectura en la que estaba ocupado. Era una persona voluminosa y con un enorme torso que parecía no tener fin, vestía con innumerables capas de ropa y tenía una cabellera blanca rematada por una barba también canosa y descuidada que ocultaba sus rasgos. Estaba absorto, imbuido en el libro que sostenía con sus manos hinchadas y enrojecidas. La obra que aguantaba parecía algún clásico de edición lujosa pues estaba encuadernada vistosamente en cuero y detalles dorados, desde donde se encontraba Rafael no alcanzaba a vislumbrar cuál era el título y eso parecía empujarle a acercarse para averiguarlo. Dio unos tímidos pasos y alcanzó a leer la portada, era el Tratado sobre el entendimiento humano de John Locke. No tenía referencias de ese autor pero en algún lugar de su memoria parecía anidar algún recuerdo difuso sobre él, seguro que alguien le había hablado de él o había leído alguna reseña en alguna publicación de las que acostumbraba a consultar. El vagabundo no reparó en él, la actividad que le ocupaba parecía ser tan intensa que nada de lo que sucedía a su alrededor parecía importunarle. Rafael se detuvo un instante al lado del refugio y, después de sacar uno de sus libros de texto, lo puso en la cúspide de una de las pilas que había ordenado ese tipo. Después aceleró el paso y se alejó en dirección a su hogar.

Nacho Valdés

5 comentarios:

Sergio dijo...

La aristocracia de la desgracia. Cómo no van a confundir al bardo de Minessota con un vagabundo pordiosero.

Larga vida al lector sin techo...

raposu dijo...

Recuerdo muy bien las advertencias que nos hacían los HHMM sobre la nefasta influencia de las malas lecturas...

Anónimo dijo...

Me gusta más el estilo que utilizas en los otros escritos aunque este también mola...

Seguiré la historia

cristina dijo...

Estoy siguiendo la historia y me está gustando bastante, te quedas con ganas de leer más.

Enhorabuena.

Muchacho_Electrico dijo...

Todos te agradecemos que hayas dejado a un lado las aventuras y desventuras de la Duquesa y vuelvas a engancharnos con historias que nos dejan con ganas de que pasen los días para leer una nueva entrega.