lunes, abril 11, 2011

En el ángulo muerto Vol. 98


Recién llegado

En Cerezo del Río nadie se habituaba a la presencia de Don Cecilio, tratamiento este, que por otra parte, a los más mayores les costaba darle. Un hombre joven, recién salido del seminario, no se había ganado los galones necesarios como para recibir un trato tan formal. Esto, de todas formas, como en todos los pueblos más o menos grandes, se comentaba en corrillos y a espaldas del protagonista que tanto comentario levantaba. Yo siempre me he referido a él como Don Cecilio, puesto que al ser más joven le he tratado con extremado respeto, además tenía algo en su mirada que llevaba a la gente a esquivar sus inquisitivos ojos y, los más ancianos, a pesar de lo bragados que pudiesen estar en el trato con la gente se solían amilanar ante su presencia. Esto sucedía fundamentalmente cuando iba vestido con los hábitos y oficiaba la misa, en esos momentos todo el mundo le observaba con fijeza y esquivaba el brillo que descargaba su mirada. El resto del tiempo lo solía emplear, por lo menos en los primeros meses, en pasear por el pueblo y los alrededores explorando la zona.
Se puede decir que era una persona distante, ensimismada en unos pensamientos que nadie era capaz de descifrar y esto, simplemente, porque nadie le conocía lo suficiente como para adivinar lo que realmente le preocupaba. La gente normal se inquietaba por la cosecha, por el ganado o por las dos cosas, alguno incluso se intranquilizaba por su familia o el tractor que se había estropeado pero acerca de lo que pasaba por la cabeza del párroco nadie sabía qué considerar. Quizás reflexionase sobre el sexo de los ángeles, en el rebaño de fieles que le había traído la providencia o simplemente en lo mucho que añoraba a su familia o conocidos. El caso es que comenzó a ganarse cierta fama de extravagante y tipo ausente pues, a diferencia del anterior cura que frecuentaba la tasca y conocía a todo el mundo, don Cecilio mantenía la prudente distancia de seguridad de aquel que está recién llegado a una zona. Los del pueblo, sin embargo, lo estaban interpretando como un alejamiento que marcaba el carácter de ese tipo que había llegado a un lugar donde no encajaba. Se comenzaba a hablar a hurtadillas, de forma velada y críptica en pequeños grupos de que igual lo más conveniente era escribir al episcopado o a quien correspondiese pues no existía ninguna satisfacción en relación al nuevo encargado que la diócesis había enviado. El movimiento en contra aparentaba crecer día a día y parecían aumentar los opositores de don Cecilio aunque, debido al temor que les producía, todo el mundo intentaba poner su alma a resguardo y asistía a las misas, sobre todo a la de los domingos.
Uno de esos días de descanso en los que la Iglesia se llena y la gente saca sus mejores galas fue cuando se produjo la sorprendente transformación. Todo el pueblo había llegado con antelación, como era la costumbre, y estaban frente al pórtico de nuestra vieja Iglesia, de no sé qué estilo, esperando la apertura de las puertas para tomar posiciones en las bancadas. Como era habitual antes de entrar al santo lugar, los pueblerinos se dedicaban a criticar en pequeños grupos a vecinos, familiares y demás conocidos. La murmuración solía versar acerca de temas económicos, de tierras o de líos de faldas que solían ser más ficción que otra cosa. Sin embargo, ese domingo todos hablaban de lo mismo, el dardo se dirigía indefectiblemente hacia la única diana que suponía don Cecilio. Éste, supuestamente ajeno a todo lo que ocurría, preparaba los últimos asuntos junto a su monaguillo y se disponía a abrir las puertas. Cuando las bisagras rechinaron la escueta expresión mantenida por el cura daba la bienvenida a toda la congregación, ofrecía su titánica mano a todos los que por ahí pasaban y los del pueblo devolvían una cínica sonrisa como si nada hubiese pasado. El oficio se desarrollaba como solía ser habitual, sin una aparente emoción por parte de don Cecilio y con la gente dando cabezadas y bostezando a diestro y siniestro. Cuando llegó el momento de la homilía, el clímax por antonomasia de este tipo de actos, los allí reunidos se alegraron pues veían el final de la pesada misa. Lo que sucedió desde el púlpito maravilló a todos los presentes, don Cecilio pareció transformarse y de su boca salió un discurso que no dejó a nadie indiferente. Con arrebatamiento, toques culturales, citas de la Revelación y todos los recursos retóricos que cualquier profesional hubiese utilizado puso en jaque a todo Cerezo del Río. La temática iba referida a las habladurías y envidias, lo que suponía en la versión del sacerdote un terrible pecado que traía numerosos problemas. Los del pueblo, ante el chaparrón que les venía encima, la vehemencia empleada y el tono granate que había adquirido el rostro de don Cecilio bajaron la vista y recibieron deportivamente y sin rechistar la lección de humildad. Después, celebraron la eucaristía y se fueron a casa pensativos y casi sin atreverse a hablar sobre el asunto del que habían sido testigos.

Nacho Valdés

1 comentario:

raposu dijo...

La historia está resultando interesante, muy bien contada.