lunes, abril 04, 2011

En el ángulo muerto Vol. 97


Pecados veniales

En determinadas ocasiones una historia define a un personaje o quizás, por el contrario, sea el personaje el que defina a la historia. En la villa de Cerezo del río nadie lo tendrá nunca claro, únicamente se supo que el párroco, antiguamente respetado en toda la comarca o, para algunos, en toda la provincia, cayó en el oscuro pozo del pecado. De todas maneras, como en la mayoría de las ocasiones, será mejor comenzar la historia por el principio para que todos seamos testigos de cómo se produjo la caída del legendario párroco de Cerezo del Río en los más sórdidos rincones del alma humana.
Todo se inició allá por la década de los treinta en la meseta castellana con el nacimiento de un niño sano que, para los tiempos que corrían, ya era bastante. De todas maneras y, aunque resulte extraño, nadie tenía tanta amistad con el padre Cecilio como para garantizar ese tipo de información. Lo que todo el pueblo y después toda la región tenía claro es que era del tipo de persona, por lo menos en lo físico, que se caracterizaba por su origen rural y estepario. Se podía decir que respondía a unos criterios estéticos cúbicos pues, todo en él, era anguloso a excepción de su reluciente y curvilínea calva que coronaba su escasa estatura. Bueno, también su vientre con el paso de los años se fue abombando y volviendo menos firme. Pero, sin excepción, el resto de su cuerpo parecía haber sido tallado en la roca rojiza de la zona de la que todo el mundo pensaba que provenía. Como ya he dicho su estatura no era superior a la media, en ese sentido se podía considerar dentro de los parámetros habituales de la gente mal alimentada de esas zonas alejadas de la civilización y con el agravante de haber nacido en una época en la que la escasez era la norma y solamente algunos podían alimentarse debidamente. El caso es que, sin caer en ningún tipo de raquitismo, no era un sujeto que destacase por su físico portentoso. Sin embargo, sus brazos y manos sí respondían a ese ideal de la gente trabajadora y parecía diseñado para la realización de las tareas más serviles y duras como trabajar en una cantera o labrar durante jornadas interminables las estériles tierras castellanas. Esas extremidades parecían prácticamente metálicas por sus formas rectas y cuadradas y por las dimensiones de las mismas y, de hecho, administraba no solamente el sagrado sacramento eucarístico, sino buenas hostias a aquellos mozos que lo mereciesen. Recuerdo con especial pavor una que le plantó a uno de los chavales que, de pascuas a ramos, se ponían a la puerta de la Iglesia a rondar a las muchachas que venían de otros pueblos. El chico, que ya era prácticamente un hombrecito pues tenía unos quince años y superaba en estatura al padre Cecilio, se colocó desafiante frente a él por no sé qué motivo y se llevó una hostia profana que todavía debe estar haciéndole rechinar los dientes. Pero esta es otra historia de la que, sin lugar a dudas, hablaremos en otro momento. El caso es que el tipo era prácticamente tan ancho como alto e incluso las gafas que llevaba eran más bien cuadradas, algo raro en esa época en la que la gente sin recursos solíamos llevar unos típicos anteojos redondos hechos con una especie de alambre de calidad ínfima.
Cuando llegó al pueblo nadie le recibió efusivamente, llevábamos más de cuarenta años con el mismo párroco y a la gente de la zona no le gustan demasiado los cambios. Aunque, en esta ocasión, estaba más que justificado pues el anterior sacerdote había fallecido en acto de servicio mientras realizaba la homilía. Acto que, por otro lado, ya a nadie emocionaba pues el pobre octogenario estaba tan cascado que casi no se le entendía al hablar. El vacío de poder duró pocos días, yo creo que en una semana Cecilio ya estaba ocupando la sacristía y oficiando la misa. A los del pueblo, quitando a alguno de los más píos que siempre estaban dispuestos a dorarle la píldora al sacerdote de turno, no les gustó demasiado la entrada del joven treintañero que había vaciado la casa del cura de los objetos personales de su precedente. Se limitó a realizar un montón en la puerta a la espera, suponemos todos, de que alguien lo recogiera. Como nadie tenía el cuajo como para realizar tan penosa faena y como ningún gerifalte eclesiástico puso a la familia en contacto con el nuevo cura al final toda la vida en forma de posesiones del anterior párroco se quedó varios días en la calle hasta que Don Cecilio tuvo a bien deshacerse de ello. El caso es que esta no fue una entrada afortunada y tuvo que pasar bastante tiempo hasta que adquiriese cierto prestigio.

Nacho Valdés

3 comentarios:

laura dijo...

Me parece bien que cambies de estilo. La historia va lentamente presentando al personaje y parece que va a resultar interesante...Habrá que espererar a la segunda entrega.
Un beso.
Laura.

raposu dijo...

Bueno, pues nada, qué se le va a hacer, tendremos que dejar el Tirol para ir a dar una vuelta por el páramo...

Pero que conste que a mí me parece que el abuelo nazi loco presuntamente muerto merecía una explicación. Pero si no escarmenté con "Lost" debe ser que no tengo remedio...

Sergio dijo...

Hummm... un estilo diferente al habitual pero con quiebros narrativos marca de la casa. Gran Don Cecilio, con ese nombre solo puede albergar bondad en él, ¿o no?