lunes, octubre 21, 2013

En el ángulo muerto Vol. 204

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Carpetas de recuerdos

Después de atravesar una puerta en la que había que pasar una tarjeta de identificación, entramos en una zona de la clínica totalmente ajena y diferenciada al lugar donde se encontraba el pintor y los pasillos blancos e inmaculados. Se trataba de una zona distinguida y algo ostentosa en la que no parecía haber nadie, únicamente el rumor lejano de una conversación parecía indicar que era un lugar habitado. El gorila sin carácter nos seguía a poca distancia, movía su cuerpo gigante impulsado por una actividad neurológica que, a tenor de su expresión, parecía estar a punto de desfallecer y dejarlo en estado catatónico. El presunto médico me dirigía con rapidez sin darme tiempo a que escudriñase el lugar que tanta curiosidad me despertaba, avanzaba por un corredor jalonado por cuadros clásicos y recubierto de madera noble mientras yo a duras penas le seguía. El ambiente, si tuviese que describirlo de manera espontánea, me recordaba al de un viejo club de caballeros inglés; todavía mantenía cierta alcurnia pero se veía en un vistazo que había conocido tiempos mejores.
Por fin llegamos al despacho del doctor, el interior se mantenía acorde con el exterior  y salvo algún detalle y un par de fotos familiares, estaba todo cargado por el ambiente rancio y caduco del que había sido testigo. Me invitó a sentarme en una de sus butacas de piel y me preguntó si quería beber algo, el celador se quedó al otro lado de la puerta a la espera de cualquier orden que pudiese recibir. Accedí a la bebida, a esas alturas ya tenía claro que mi mente funcionaba mejor si la engrasaba con alguna sustancia ajena. El tipo río con discreción y me explicó que no hay nada mejor que la moderación para superar las adicciones, más tarde caería en la cuenta de que no hacía tanto había pagado a esa organización para desintoxicarme y en ese instante me ofrecían alcohol para mantener una reunión. Definitivamente la situación resultaba cuando menos curiosa y chocante.
Cuando nos acomodamos, tras dar un par de tragos, me espetó directamente sobre mi presencia en el edificio de la clínica y el porqué de mi presencia entre los internos a su cargo. Le expliqué todo lo que me había sucedido, que había perdido mi creatividad desde el mismo momento en el que había salido al exterior y que había sido incapaz de reponerme a esa pérdida pues yo trabajaba a base de imaginación. Me comentó que era un problema usual entre los que seguían la cura, que no debía preocuparme pues volvería a la normalidad cuando superase el período de adaptación al que mi cuerpo debía someterse para conseguir la rehabilitación absoluta. Le contesté que no terminaba de creerle, que había visto los dispositivos, aparatos, la luminosidad acompañada de esa sintonía cíclica y, sobre todo, que había sido testigo de cómo al pobre pintor desfallecido le habían entresacado de la mente imágenes que parecían pertenecerle. Dejó claro que había sido testigo de la parte más dura del método con el que trabajaban y que no debía dejarme llevar por mis impresiones; aún con todo, reconoció que existía una parte residual de la mente de los pacientes que era almacenada en discos duros junto con los impulsos drogodependientes que conseguían disipar. Quedé petrificado, le interrogué acerca de esa manera de curar y de si era posible que dejasen a los pacientes sin parte de sus recuerdos para lograr curarles de sus debilidades. Me respondió que así era, que se trataba del precio que había que pagar por conseguir la redención total cuando se trataba con alguien con fuertes tendencias tóxicas. Me levanté como un resorte y apuntando a su cara con mi dedo acusador le exigí, a voz en grito, que me devolviese lo que me habían sustraído pues tenía claro que en mi caso me habían dejado seco de nuevas ideas. El hombre, sin inmutarse, me pidió calma y después de encender el ordenador y meter en el puerto USB una pequeña memoria me dio el dispositivo aparentemente cargado con toda mi inventiva perdida. Sonreí satisfecho y salí dándole la espalda, no quería perder más tiempo entre esa gente desalmada que probablemente mercadeaba con novelas no escritas, cuadros no pintados y películas no dirigidas. Cuando llegué a casa me tomé otra copa y dejé la memoria en un cajón de mi mesita de noche, nunca me he acercado a ella.
 
Nacho Valdés

1 comentario:

raposu dijo...

Están claras las ventajas de la tecnología moderna. Antes para hacer eso mismo, había que grabar 40 ó 50 diskettes...