Huida hacia adelante
La especie de celador que taponaba la salida era gigantesco,
a mi lado parecía una montaña frente a un guijarro y, para ser sincero, nunca
había destacado por mi condición física. Lo mío, desde bien pequeño, había sido
el ámbito intelectual por lo que siempre había sido relegado a aquellas
actividades que no requiriesen pericia o disposición atlética. Por lo tanto,
y a la vista de la considerable
diferencia de tamaño, consideré que sería mejor esperar a ver qué hacía el
individuo antes que lanzarme contra él o cualquier otra locura de las que se me
pasaban por la cabeza. El problema es que no hacía nada, simplemente era un
tapón, entre mi persona y la salida más cercana, que miraba con ojos ausentes.
Me recordaba terriblemente a las señoritas que me habían atendido en la
recepción, ambas de actitud solemne y pétrea. Estaba claro que algo no iba bien
en aquel extraño lugar.
Me moví hacia la izquierda de manera casi imperceptible, el
hombre no pareció reparar en ello por lo que, con un poco más de determinación,
me acerqué hacía él con intención de sortearle y salir por un pequeño hueco que
dejaba su corpachón. De manera evidente
desplazó su peso hacia ese lado dejando claro que no iba a dejarme salir por
las buenas pero, como me veía obligado a
intentarlo, seguí caminando en dirección a la escapatoria que se me antojaba
más sencilla. Cuando estuve lo suficientemente cerca me empujó con su mano
hacia atrás, fue algo en lo que no imprimió demasiada violencia, solo respondió
con la misma intensidad con la que yo había intentado esquivar su presencia.
Algo así como la mecánica clásica de Newton que indicaba que toda acción tiene
una reacción contraria en sentido inverso y de la misma intensidad. De alguna
manera, aunque no pronunció palabra, me dejó claro que respondería a mis
intentos de fuga con la misma energía con la que yo me emplease y, como tenía
claro que no había nada que hacer, me senté en la cama junto al tipo
desfallecido.
Así pasamos un tiempo que a mí me resultó tremendo, uno
mirando hacía no sé dónde y yo sentado a la espera de que se despistase o
dejase un resquicio por donde pudiese escabullirme. Sin embargo, por extraño
que pareciese, mi carcelero no parecía tener ninguna necesidad física o
debilidad que me permitiese sustraerme de su vigilancia. Cuando ya parecía que
nunca iba a poder salir de ese cuarto resplandeciente y aséptico, escuché unos
pasos que se aproximaban. Apareció un hombre vestido con bata blanca que,
después de susurrar unas palabras al oído del otro, pasó al interior. El
celador, por su parte, se quedó en el pasillo como un animal de granja con la
mirada fija en algún punto lejano del infinito. El que acababa de llegar no
tenía la misma expresión y, desde un primer momento, dejó claro que era
perfectamente consciente de sus actos.
Yo era incrédulo ante lo que estaba sucediendo, no podía creerme en lo
que me había visto envuelto de manera increíble y seguía a la expectativa. El
recién llegado se plantó frente al dispositivo que había desconectado y, con
movimientos precisos, volvió a encender la maquinaría y la música infernal que
había anegado mi mente. Después, con una calma y cuajo que me sorprendió
enormemente, se dirigió a mí y me preguntó qué hacía en esa habitación. Le
respondí que estaba la búsqueda de respuestas y que me había sorprendido
enormemente lo que me había encontrado, me respondió con calma e indicándome
que había penetrado en propiedad privada y que dependiendo de a dónde nos
condujese la conversación llamaría a la policía. Le hice ver que era un cliente
de la casa, que yo también había sido sometido al extraño proceso de
desintoxicación que parecía utilizar en su clínica. En cuanto escuchó mis
últimas palabras cambió repentinamente de actitud, se mostró sereno y amable y
después de ajustar el aparato del pintor me indicó que le siguiese a su
despacho donde terminaríamos de aclarar la situación.
De esta manera, tomamos el pasillo refulgente y me dejé
guiar hacia la zona donde se encontraban los despachos. A pocos pasos,
siguiéndonos de cerca, estaba el celador de mirada perdida que me había
mantenido cautivo en la habitación.
Nacho Valdés
1 comentario:
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