Hace cosa de un mes me encontré, mientras caminaba sin rumbo
por el centro comercial, a un viejo amigo al que debía hacer unos seis años que
no veía. Estudiamos juntos durante casi 15 años y además compartíamos
vacaciones en verano con lo que podríamos decir que, de alguna manera, crecimos
juntos. El último curso del colegio nos
empezamos a separar sin nosotros saberlo. Comenzaron a interesarnos cosas y
personas distintas pero aun así seguíamos teniendo ese vínculo creado durante
todos esos años de pandilleros.
Como decía, nos encontramos en el centro comercial al que
ambos habíamos llegado buscando ocupar el tiempo viendo discos, libros, chicas
o cualquier cosa de interés. El caso es
que nos alegró mucho el reencuentro y decidimos tomar una cerveza en una de las
terrazas de playa. Hasta allí nos fuimos en su coche y durante el trayecto me
puso al tanto de su vida entre bromas y recuerdos; se había casado y
posteriormente divorciado en un tiempo record; su padre había movido los hilos
para conseguirle un empleo seguro y bien remunerado en la empresa de un
conocido y allí llevaba casi 6 años rellenando papeles sin mucho más que hacer
que ver el tiempo pasar. Soy feliz con mis cosas y con mi vida: hago lo que
quiero y, habitualmente, cuando quiero. Cuando me siento frustrado le pido a mi
padre alguna de sus armas y me escapo al bosque a disparar a latas y árboles y
demás cosas. ¿Qué demás cosas? Pregunté. Ya sabes piedras, algunas ramas y de
vez en cuando algún animal.
Nos quedamos por un instante mirándonos como esperando una
reacción de las dos partes y en seguida Jorge añade que era broma que jamás
podría hacer daño a alguien que no pueda defenderse y mucho menos matarle. Durante
el resto del trayecto se creo un molesto silencio.
Por fin llegamos a la playa. Una vez en la terraza empiezo a
sentirme incomodo y a darme cuenta de que ambos hemos cambiado de manera
extraordinaria pero que la llama que ardía en el Jorge que yo conocía es ahora
un incendio a punto de arrasar todo el bosque. Sin embargo, no puedo culparle.
Me invento una cita para forzar la despedida y me dice de
vernos otro día pues va estar una semana en la ciudad. Yo le digo que sí, que
nos llamaremos aunque sé que no lo haré. Antes de irme me pregunta subrepticiamente
si todavía me meto algo o si la edad me ha hecho más precavido. Conservo
viejos vicios le digo y algunos nuevos pero en general creo seguir siendo el
mismo de hace algunos años.
Sí, yo más o menos igual me dice.
Sí, yo más o menos igual me dice.
¿No tienes tiempo para dar un paseo por la playa? Me pregunta
y en ese instante algo hace crac en mi cabeza y recuerdo que una tarde del último verano en Cambrils estando
juntos en la playa vimos como un anciano se metía en el agua y que al poco tiempo,
desde muy adentro empezaba a agitar los brazos sobre su cabeza como pidiendo
ayuda. Yo me levanté y me acerqué a la orilla para poder mejor lo que pasaba. Estaba
claro que el viejo tenía problemas. Miré a ambos lados pero no ví a nadie de la
Cruz Roja así que le dije a Jorge que teníamos que entrar a por él. Pero Jorge
me agarró del brazo y dijo que esperase que seguro que podía salir solo con un tono de voz extraño para un niño.
Me quedé quieto sin saber reaccionar y de pronto el cuerpo
del anciano desapareció en el agua. Miré a Jorge y estaba pálido. Los dos nos
quedamos anclados a la arena sin realizar un solo movimiento. Tras unos minutos
apareció alguien de salvamento y se zambulló con rapidez en el agua. Al parecer
alguien había avisado desde las casas pegadas a la playa.
El socorrista llegó hasta la zona donde el abuelo había desaparecido y tras unos minutos de tensa calma reapareció sobre el agua con el anciano sobre sus
hombros. Llegaron a la orilla y nos dijo que avisáramos a la ambulancia pero nosotros
solo podíamos mirar el cuerpo del viejo morado y abatido sobre la arena. Al final
consiguieron salvarle pero quedaron secuelas pues era un hombre mayor. Jorge y
yo nos fuimos a casa sin ni siquiera despedirnos. A partir de ese día algo fue
distinto entre nosotros. No volvimos a hablar del tema nunca más. De hecho, no
lo habría recordado de no ser por nuestro casual encuentro.
Al poco de aquello su padre fue destinado a una base en
Francia y toda la familia se mudó con él.
Una vez en casa me llega un mensaje al móvil, es Jorge y me
dice que lo ha pasado bien ,que se alegra de haberse encontrado conmigo y que
ya nos veremos pronto. Aparto la vista del móvil por un momento pero luego
vuelvo a mirar la pequeña pantalla táctil y presiono el botón de borrar mensaje.
Todos hemos cambiado solo hace falta que alguien nos mire
desde fuera para confirmarlo.
4 comentarios:
Veo un giro narrativo en tu técnica escritora... me está gustando mucho esta vida de Suso, a ver qué nos deparan las próximas entregas.
Abrazos y enhorabuena.
Yo ya me he hecho fan de Suso.
Oh, qué bueno!
No fue Lampedusa el que dijo que "hace falta que algo cambie para que todo siga igual"?
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