lunes, febrero 06, 2012

En el ángulo muerto Vol. 133



Añoranza de lo pasado

Había llegado a su casa presa de la excitación, la visión de ese hombre leyendo cerca de su refugio de cartón y libros le había resultado prácticamente mítica. Era como haber entrado en contacto con algún ser legendario de una época pretérita, alguien que estaba por encima del destino que le había caído en desgracia. Le resultaba extremadamente llamativo que alguien que vivía en la calle, sin prácticamente nada que llevarse a la boca, se preocupase de esa forma tan febril por el alimento intelectual, por la lectura que él tanto adoraba. Se le antojaba que quizás ese personaje fuese cercano a la figura de Ernest Hemingway, ese escritor del que solo había leído el Viejo y el mar y que la foto de la contraportada del libro que poseía le había causado una honda impresión que no era capaz de borrar. Después fue investigando algo sobre el personaje, más que sobre el escritor, y había caído hipnotizado por las imágenes que había encontrado de ese hombre de apariencia ruda pero, en el fondo, torturado por sus fantasmas y su increíble sensibilidad. El vagabundo le recordaba a él por varios motivos; por su barba blanca, por la tremenda circunferencia de su pecho y por esos ojos azules y profundos rodeados de piel sonrosada cuajada de capilares rotos.
Se sentó en la mesa mientras su madre le interrogaba sobre su jornada en el centro académico, como siempre la notaba preocupada y condescendiente con él. Sabía que no era un chaval como los demás, que le costaba relacionarse y que dedicaba demasiado tiempo a ocupaciones que no se correspondían con lo habitual para los adolescentes. Rafael estaba convencido de que incluso su propia madre de alguna manera le repudiaba, que hubiese preferido tener un descerebrado que pasase todo el día persiguiendo un balón y que no se acercase a la lectura ni por casualidad al bicho raro que le había caído en suerte. De todas formas, le trataban con cariño y, quitando el asunto académico en el que no brillaba demasiado, tampoco podían tener queja de él pues se comportaba con corrección y era bastante más dócil que el resto de adolescentes con los que convivía. Por otro lado, Rafael siempre procuraba disimular sus carencias sociales para ahorrar posibles disgustos a su familia. Era algo que hacía de manera automática, se había acostumbrado a la impostura y a dar a los demás lo que supuestamente se esperaba de él en relación a la edad en la que se encontraba. Mentía y decía que había estado jugando al fútbol, que iba a quedar con sus amigos e incluso algún día había llegado a estropear su ropa a propósito con el fin de que simulase que había estado haciendo el cafre con el resto de compañeros del Colegio.
Sin embargo, esos simulacros no hacían más que sumirle en una especie de callejón de irrealidad del que difícilmente podría salir cuando se lo propusiese. Se llegó a imaginar que quizás el tipo del pasadizo que se parecía a Hemingway había tenido una infancia parecía a la suya, que quizás su amor incondicional a las letras le había llevado hasta dónde se encontraba y a renunciar a la vida social convencional que se suponía debía alcanzar en un futuro. Todo lo que envolvía esas ensoñaciones estaba envuelto de un aura de fantasía y romanticismo que, sin lugar a dudas, Rafael añoraba.
Tras comer con un silencio que solo se interrumpía debido a las repetitivas preguntas que le hacía su madre se fue a su cuarto a ojear algo, dejó lo que estaba leyendo y buscó en Por quién doblan las campanas pues creía recordar que lo tenía en la estantería de libros que tenía para leer. Lo abrió y olió las páginas, tenían el aroma al papel antiguo que lleva mucho tiempo encerrado; una mezcla de polvo y celulosa que le resultaba irresistible. Echó un vistazo a la contraportada y ahí estaba el viejo Hemingway, en esa foto no llevaba barba y lucía un bigote que no restaba un ápice de fuerza a su expresión. Sus ojos eran profundos y mantenían una vitalidad que, con toda probabilidad, debió resultar irresistible durante su vida. Se quedó unos instantes pensativo y consideró que sería mejor que bajase a la calle a ver qué era lo que estaba haciendo el vagabundo del pasadizo, era superior a él la curiosidad que había despertado. Mentiría a su madre y bajaría con la excusa de que debía comprar algo para clase, después, si reunía el valor suficiente, intentaría hablar con el tipo que tanto le intrigaba.


Nacho Valdés

6 comentarios:

Sergio dijo...

Que bueno..el gran Ernest... Un boxeador con alma de escritor ¿O al revés?

La historia crece...ouuhh yesss

Anónimo dijo...

Hace unos años estando de vacaciones en Pamplona me contaron una historia parecida pero en aquella ocasión se trataba de un zapatero que tenía el negocio en la esquina esa en la que todos los toros caen en San Fermín y que se parecía enormemente a Hemingway.
A ver hacia dónde nos lleva esto y ya os contaré el resto de mi historia.

Por cierto he visto que sois personas diferentes las que escribís.
Enhorabuena. Estaría bien que un dia cambiaseis los papéles: del lírico al narrativo y del narrativo a lírico..

Silvia

cristina dijo...

Ehhhh...mi hijo persigue el balón (a imagen y semejanza de Messi) y también se acerca a la lectura, no es incompatible.

Me está gustando la historia, con personajes que encierran todo un mundo en su interior.

Abrazos.

Sergio dijo...

Bueno... el Messi es, quizá, el mejor ejemplo de lo contrario ¿no?

He leído en el MARCA que Javi metió golito el sábado. !Bravo¡

Muchacho_Electrico dijo...

Una semana más sigues enganchándome a esta historia de personas y no de personajes. Enhorabuena

cristina dijo...

Si llegas a ver la cara que puso cuando marcó...lo bueno de tener hijos, aunque es duro, son estos momentos inolvidables para ellos y para mi...y más cuando el padre de la criatura no se digna a ir...opps.

uffff, Muchacho, sí historia de personas me gusta más.