lunes, mayo 10, 2010

En el ángulo muerto Vol. 58


Recién llegado

Cuando conseguí recostarme en la butaca mi cuerpo crujió ostensiblemente, un cansancio inabarcable inundó todo mi ser y cerré los ojos durante un instante. Cuando volví a abrirlos, convencido de que tan solo unos segundos habían transcurrido, la luz de la tarde había desaparecido. Era noche cerrada. Comprobé la hora y caí en la cuenta de que había dormido profundamente, casi sin reparar en los acontecimientos que se habían sucedido a un ritmo desenfrenado. Digo casi pues me habían asaltado diferentes sueños que no lograba recordar con nitidez, únicamente me habían dejado un extraño regusto parecido a una sensación de inseguridad.
Me acerqué a la cuna en la que descansaba el bebé, en las pocas horas de vida que tenía ya había logrado conquistarme sin proponérselo. Se me humedecieron los ojos y me sentí tremendamente orgulloso, como responsable de la belleza de la que era testigo en la penumbra. Observé a la madre, había tenido un parto complicado y estaba agotada. Su respiración y la del niño estaban acompasadas, parecían seguir conectados por una especie de cordón umbilical invisible que yo no acababa de ver. Me quedé unos minutos de pie, embelesado, con la mente fija en percibir todos los rasgos de su pequeño rostro. Concentrado en seguir todos los gestos y movimientos que tan novedosos me resultaban, tenía la impresión de que si pestañeaba me perdería algo importante y fundamental.
Llevaba sin comer horas y todas las novedades y visitas que habíamos sufrido hicieron que se despertase mi apetito, pensé que podría acercarme a una de las máquinas de recepción y comprar algo que llevarme a la boca. Salí de la habitación al pasillo mal iluminado. En maternidad, durante la noche, únicamente las luces de emergencia y algún fluorescente quedaba conectado. Avancé en dirección a la entrada de maternidad por los corredores vacíos por los que resonaban mis pasos, ningún sonido, salvo algún llanto apagado se escuchaba en todo el edificio.
La maquina repleta de comida provocaba a su alrededor un resplandor casi cegador, saqué unas chocolatinas y volví a la habitación. Caminé a paso rápido y me metí en el cuarto. Mi sorpresa fue mayúscula cuando en la butaca que había utilizado me di cuenta de que había otra persona, un hombre mayor que roncaba imperceptiblemente. Quedé paralizado frente a él, sin saber qué hacer. Miré la cuna y vi que no era mi hijo el que descansaba en su interior, tampoco la madre era conocida por mí. Froté mis ojos sorprendido y me espabilé inmediatamente, el primer impulso era el de despertar a esos extraños y pedir explicaciones, pero reflexioné en silencio unos instantes. Llegué a la conclusión de que me había equivocado, que era no era la habitación que tenía asignada, así que de puntillas me alejé intentando no despertar a nadie. De vuelta al pasillo estaba totalmente desorientado, volví sobre mis pasos y regresé a la luminosidad de la máquina. La recepción estaba desierta y la oscuridad del edificio no presagiaba que pudiese encontrar ayuda, me sentía ciertamente inútil. Las emociones del parto, de la llegada de mi hijo hicieron que no reparase en el número de la habitación ni nada por el estilo.
Regresé por el camino que había recorrido somnoliento, intentando concentrarme en recordar alguno de los detalles que me permitirían encontrar la ruta de regreso. Todo me resultaba igual, no había en ese edificio institucional nada que destacase, mismo color, mismas puertas, mismo panorama. Me presenté ante dos puertas contiguas con el convencimiento de que una de las dos sería mi destino; abrí la que me parecía más probable y penetré furtivamente. Dos ojos que miraban asustados desde la cama frenaron mi avance, me había equivocado y la mujer que descansaba después de su parto estaba a punto de gritar. Hice un gesto pidiendo perdón y salí de nuevo al exterior. Sólo podía ser el cuarto contiguo, abrí esperanzado y encontré el panorama que había dejado unos minutos antes atrás. En mi expresión se cruzó una sonrisa, aunque antes de volver a mi sitio, salí a la puerta para memorizar el número de habitación.

Nacho Valdés (Dedicado al jovencísimo Marc y a sus abnegados padres)

3 comentarios:

raposu dijo...

Muy original y además nada improbable...

Algunos teníamos pegada a la chepa a nuestra suegra/abuela (según se mire). Una cosa así era imposible.

Felicidades, buena historia.

paco albert dijo...

Una buena metáfora de la paternidad,en sí misma. Redonda. Saludos a esa pareja de tres.

Sergio dijo...

Que palabras luminosas aquellas que salen del corazón y la amistad.
Tu sobrino Marc me mira mientras leo tu inquietante y bella historia en la pantalla.
Espero veros pronto a tí, a Laura y a Pacus.

Muchos besos y muchas gracias