lunes, junio 28, 2010
En el ángulo muerto Vol. 65
Encerrado
El recibidor de la Estación Central empequeñecía a todos los viajeros que, como pequeños insectos, deambulaban entre vestíbulos, corredores y dársenas. Se trataba de un caos ordenado en el que cada uno de los componentes sabía lo que tenía que hacer de manera casi milagrosa, como un fantástico engranaje formado por distintos recambios que solía funcionar sin contratiempos.
El agente Harris se sentía orgulloso de su trabajo, su procedencia humilde y sus muchos años en el cuerpo de policía hacían de él un raro espécimen de los muchos que por allí deambulaban. No es que fuese extraño que un negro fuese miembro del departamento de policía de Nueva York, pero era al menos curioso que alguien del Harlem y con una familia tradicionalmente dedicada al escamoteo, la trampa y la pequeña delincuencia hubiese tomado el camino de, como el decía, la ley y el orden. Después de tomar su café vespertino, subió a hacer la ronda empezando, como a él le gustaba, por los pisos superiores. Desde allí podía observar, sin ser visto, a los transeúntes que, a toda velocidad, atravesaban el vestíbulo.
Después de observar ensimismado se dio cuenta de algo que no era habitual, en el centro de la descomunal estancia un anciano estaba petrificado mirando los anuncios de las salidas. Consumió un tiempo prudencial durante el cual el hombre no se movió ni un ápice, parecía hipnotizado por los rótulos que iban marcando los diferentes destinos y horarios. Decidió bajar a ver qué era lo que le sucedía pues el horizonte se presentaba bastante tranquilo.
- ¿Está usted bien? – Preguntó.
El viejo, de un blanco casi cadavérico, le miró de arriba abajo sin decir palabra, fijó su vista en los brazos tatuados del agente y volvió de nuevo la cabeza, como ido, hacia los carteles.
- Perdone, ¿le sucede algo?
- Nada hijo, nada. – Contestó el viejo con un hilo de voz.
- ¿Ha perdido usted el tren? No se preocupe, podemos buscar otro con el mismo destino. – Dijo Harris confiando en que el hombre se hubiese despistado.
- No, no creo que me pueda ayudar. Solo estoy reuniendo valor.
- ¿Perdone? – Respondió el agente extrañado. - ¿Qué le ha sucedido?
- Todavía nada, pero estoy a punto de tomar una decisión. – El hombre se tambaleó ostensiblemente.
- Será mejor que se siente. – El fornido policía le acercó a un banco donde el viejo se sentó sin ofrecer resistencia.
- Estoy un poco mareado.
- No se preocupe, puedo llevarle al puesto sanitario o pedir una ambulancia para que le lleve a su casa.
- Lo que quiero es irme.
- ¿Adónde? ¿Cuál es su destino?
- Cualquiera, me da exactamente igual.
- ¿No tiene usted billete?
- No que no tengo es valor. – El agente no entendía nada.
- Explíquese y así podré ayudarle.
- Llevó ochenta y tres años encerrado en esta maldita isla.
- ¿Se refiere a Manhattan?
- Desde luego, a cuál sino.
- ¿Y adónde quiere ir?
- Ya le he dicho que a cualquier sitio. Aquí he nacido y nunca he salido de los límites de este pedazo de tierra, antes de morir quiero ir a algún lado.
- ¿Quiere que le saque un billete?
- No, me lo pensaré un poco mejor. Ya le he dicho que no tengo valor para enfrentarme a esto.
- Si quiere podemos tomar un café o algo y se lo piensa mejor.
- Está bien, pero antes debo ir al cuarto de baño.
- ¿Quiere que le acompañe?
- No es necesario, espéreme aquí.
Harris comprobó como el anciano caminó dubitativo en dirección a los aseos, espero varios minutos hasta que comprobó que el hombre no regresaba. Le buscó por todos los recovecos que conocía pero no fue capaz de dar con él. A mediodía le dio por perdido, en ese instante tuvo la seguridad de que no volvería a ver a ese personaje anónimo que había sido engullido por la gran ciudad.
Nacho Valdés
lunes, junio 21, 2010
En el ángulo muerto Vol. 64
Deberes
Termino la copa de un trago, el güisqui arde por mi garganta y llega a mi estómago como una excavadora que revuelve todo su contenido. Me sujeto el abdomen con ambas manos y retengo la arcada hedionda que lucha por abrirse camino; mi colega, acodado en la barra y con cierta guasa se ofrece a pedirme otro cubata más. Hago un gesto con la mano intentando frenarle pero es tarde, ya está hablando con la camarera y haciendo acopio de bebida.
Decido dejarle unos minutos e intentar despejarme, aprovecho para ir al baño. Atravieso el bareto plagado de gente empujando sin demasiado ímpetu a mi paso, voy solicitando paso pero nadie me escucha con el volumen de la música. Consigo llegar a la puerta, empujo pero está ocupado. El calor es sofocante y me refresco en el lavabo echándome un poco de agua en la cara, decido aguantar en el cuartito previo al aseo a pesar de la atmósfera cargante. Pasan los minutos, el tío que ha entrado antes que yo no termina de salir, me empiezo a marear. Me acurruco en una esquina para sujetar mi peso cuando el tipo sale abrochándose el pantalón; mala señal. Me sonríe aunque, al ver mi mirada perdida y mi cara pálida, borra el gesto.
Abro el aseo, el olor delata que el tío iba cargado, levanto la tapa y compruebo con alivio que al menos ha tirado de la cadena. Me desabrocho y antes de comenzar a mear me doy cuenta de que el anterior usuario ha dejado algunas manchas marrones en la taza, paso unos instantes observándolas y paso a la acción. Me concentro en la más grande de todas, comienzo a mear sobre ella y con la presión del primer impulso es arrancada de cuajo sin contemplaciones. Aguanto sin mear un segundo y busco a mi segunda víctima; ésta es un poco más pequeña pero está incrustada de forma tan contundente que dudo de que no lleve varios días de inquilina en ese sucio cuarto de baño. Arremeto con mi orín y resiste bastante más que la anterior, escucho uno de mis temas favoritos pero me da igual, el reto lo tengo ante mis ojos. El pegote acaba por rendirse, ha sido una dura lucha y prácticamente he descargado mi vejiga. Obturo la salida unos segundos y consigo un poco de presión extra para acometer las últimas salpicaduras que quedan desperdigadas por toda la loza. El sudor gotea por mi frente, creo que no voy a ser capaz de lograrlo pero aún así dirijo mi último chorro en dirección a los restos más visibles. La mayoría salen directamente, sin resistencia, aunque una de ellos sigue agarrada de manera increíble. Me quedo vacío, no hay manera de sacar algo más de líquido de mi interior. Con las últimas gotas, carentes de todo vigor y energía arremeto rabioso los últimos restos de los residuos intestinales del anterior ocupante del baño. Echo un última vistazo a mi labor, me encuentro mucho mejor y una especie de vaga satisfacción personal inunda todo mi ser. Termino por tirar de la cadena, las malditas manchas se aferran estoicamente a la superficie perfecta y pulida. Prometo mentalmente que volveré, que acabaré con ellas antes de que termine la noche.
Salgo al exterior, me lavo las manos disciplinadamente antes de volver al barullo que me espera con mi amigo. Regreso con una sonrisa en la boca, más ligero de los síntomas de acidez y con la seguridad de haber cumplido con mi deber. Sé que he hecho todo lo posible, pero con un par de copas más tengo la seguridad de que terminaré con mi misión.
Nacho Valdés
lunes, junio 14, 2010
En el ángulo muerto Vol. 63
Segundos
No sé cuánto tiempo llevo aquí, me da la impresión de que han sido únicamente unos segundos; un instante que ha pasado rápido, fugaz. Realmente no puedo tener la seguridad de nada de lo que ha sucedido, sigo aturdido y desorientado.
Dedico unos segundos a revisar mi cuerpo, me palpo hasta donde mis manos pueden llegar y no parece que ninguno de los dolores sea extremo. Tengo, más bien, la sensación de estar insensibilizado, como si mis terminaciones nerviosas hubiesen explotado llevándose por delante todo mi sistema sensitivo. Muevo los dedos de los pies, es algo que escuché hace tiempo que se debe hacer en estos casos, no hay ningún problema. Incluso, parece que estoy experimentando una sensación de paz y bienestar de la que nunca antes había sido testigo.
Miro el reloj del salpicadero y no distingo la hora, está destrozado por el impacto y la pantalla de cristal líquido es una mancha negra como la noche que me envuelve. Repaso mentalmente mis horas anteriores para intentar descubrir qué es lo que ha pasado: sé que estuve trabajando, que tomamos unas cervezas en un pueblo cercano y que fui de los primeros en irme. Decidí adelantar mi llegada tomando una de las pistas forestales que une los pueblos, me costaba concentrarme al volante y los párpados acusaban las horas extras que había echado. Recuerdo pensar en pararme, en dejar pasar unos instantes para despejarme, pero mi decisión fue la de llegar a casa y descansar. Después todo está borroso, me duele la cabeza y me cuesta concentrarme.
El coche echa humo, debe ser el radiador que está perdiendo agua sobre el motor. Está caliente, por lo que debo llevar poco tiempo atrapado. Un poco más despejado compruebo en qué posición he quedado, estoy bocabajo, suspendido por el cinturón de seguridad que evita que caiga contra el suelo. El habitáculo está deformado, el volante me oprime el pecho pero no es nada grave, soy consciente de estar entero. Pongo la mano en el techo para evitar golpearme la cabeza, suelto el cinturón y no me muevo, sigo atrapado contra el volante que ahora sí me aprieta demasiado. Siento una punzada de dolor en las costillas, algo profundo e incisivo, muy penetrante. Estiro los brazos en un intento de ganar espacio, empujo con todas mis fuerzas pero a duras penas consigo unos centímetros para poder dar una bocanada de aire. Aspiro profundamente y el dolor me desgarra, toso y escupo algo de sangre; no me preocupo, sólo quiero salir fuera.
Me quedo estático un instante, vuelvo a hacer presión con todas mis extremidades, el asiento se mueve. Continuo apretando, se escucha un crujido, el dolor me desgarra pero cede antes el coche. Ahora estoy sobre el techo, vuelvo a descansar y por primera vez la brisa fresca de la noche me despeja. Siento que algo me chorrea por la cabeza, debe ser sangre que no me molesto en limpiar. Milagrosamente el cristal de mi lado está impoluto, me arrastro hacia la ventanilla del copiloto e intento salir al exterior con grandes esfuerzos. Por ese lado la cubierta aplastada prácticamente no deja margen para que una persona de tamaño normal sea capaz de surgir, me rajo con los cristales rotos pero mi única pretensión es la de alcanzar la salida. Me agarro a los rastrojos de fuera y tiro con fuerza en un intento desesperado por liberarme, agoto todas mis energías y salgo a campo abierto.
Estoy un tiempo indeterminado tumbado, la noche me envuelve y comienzo a sentir frío. Me levanto e inmediatamente me vuelvo a caer, estoy totalmente destrozado, como si hubiese recibido una paliza. Los ojos vuelven a cerrarse por sí solos, a pesar de todo me siento más seguro. Miró las estrellas y comienzan a convertirse en manchas difusas, no soy capaz de concentrarme en nada. Cierro los ojos y me quedo profundamente dormido, lo último que pienso es que al día siguiente todo se resolverá.
Nacho Valdés
viernes, junio 11, 2010
jueves, junio 10, 2010
Retratos Vol. 13
ÉSTA VIDA Y LA OTRA MUERTE
Yo solo quería entrar en otro cuerpo, sentir otra piel sobre la mía y no poder despegarme de ella durante algún tiempo.
Desaparecer dejando un rastro falso que llevase hasta esa persona que ya no soy yo.
Desandar el camino con unos pies que son y no son los míos.
Algunas visiones me ayudaron a hacerlo bien.
Otras lo único que consiguieron fue volverme literalmente loco.
He escuchado salir de mí una voz que no reconocía como mía...
En la mente divergente los espacios no existen...
Las manos de Sara están cubiertas de una amalgama de barro y sangre coagulada.
La pistola está sobre la cama, sola, muerta, abandonada.
Sara podría salir corriendo hacia el bosque o quedarse a ver qué pasa. Intentar convencer a la policía de que sus huellas no son las que han quedado dibujadas en el arma homicida, que ella sólo forma parte de una serie de confusas coincidencias, que a veces somos barcos sin un rumbo fijo o que eso es lo que creemos aunque probablemente ya esté todo escrito.
Todo en la habitación está roto o parece que se vaya a caer en cualquier momento. Tan roto como la vida que Sara no recuerda, tan roto con el pecho del cuerpo que yace en el sillón.
La cabeza de Sara desafía a la velocidad de la luz.
De pronto, un fogonazo de lucidez, un árbol en pie después del huracán.
¿Cuántas balas quedan?
Cómo saberlo si desconoce haber disparado alguna de ellas. Cómo no pensar en la vida que ya se ha ido como en una fruslería, algo parecido a un mal vestido de fiesta en el día de tu graduación.
Cuando el sol desplace su frontera de luz sobre el suelo todo habrá acabado. Las decisiones se habrán convertido en consecuencias.
Será la hora de decidir quiénes somos.
Yo solo quería entrar en otro cuerpo, sentir otra piel sobre la mía y no poder despegarme de ella durante algún tiempo.
Desaparecer dejando un rastro falso que llevase hasta esa persona que ya no soy yo.
Desandar el camino con unos pies que son y no son los míos.
Algunas visiones me ayudaron a hacerlo bien.
Otras lo único que consiguieron fue volverme literalmente loco.
He escuchado salir de mí una voz que no reconocía como mía...
En la mente divergente los espacios no existen...
Las manos de Sara están cubiertas de una amalgama de barro y sangre coagulada.
La pistola está sobre la cama, sola, muerta, abandonada.
Sara podría salir corriendo hacia el bosque o quedarse a ver qué pasa. Intentar convencer a la policía de que sus huellas no son las que han quedado dibujadas en el arma homicida, que ella sólo forma parte de una serie de confusas coincidencias, que a veces somos barcos sin un rumbo fijo o que eso es lo que creemos aunque probablemente ya esté todo escrito.
Todo en la habitación está roto o parece que se vaya a caer en cualquier momento. Tan roto como la vida que Sara no recuerda, tan roto con el pecho del cuerpo que yace en el sillón.
La cabeza de Sara desafía a la velocidad de la luz.
De pronto, un fogonazo de lucidez, un árbol en pie después del huracán.
¿Cuántas balas quedan?
Cómo saberlo si desconoce haber disparado alguna de ellas. Cómo no pensar en la vida que ya se ha ido como en una fruslería, algo parecido a un mal vestido de fiesta en el día de tu graduación.
Cuando el sol desplace su frontera de luz sobre el suelo todo habrá acabado. Las decisiones se habrán convertido en consecuencias.
Será la hora de decidir quiénes somos.
lunes, junio 07, 2010
En el ángulo muerto Vol. 62
Un momento de cincuenta años
La crónica negra española volvió recientemente a la palestra. La guardia civil de una alejada zona rural asturiana lo tenía claro, de hecho, ya sabían de los continuos enfrentamientos que habían tenido lugar durante las últimas décadas. La lucha llevaba más de cincuenta años de encarnizado enfrentamiento y, finalmente, se había saldado con la muerte de uno de los ancianos en liza.
Todo había empezado a principios de los años sesenta cuando, aprovechando el plan de regeneración rural del gobierno franquista, Manolo había decidido aprovechar las ayudas estatales y recorrer el camino inverso a la de la mayoría de sus contemporáneos. Fue desde la ciudad de Alicante hasta un pequeño pueblo de los Picos de Europa al que sólo se podía acceder mediante unas peligrosas sendas. No había más de cien vecinos que no recibieron a los recién llegados amistosamente; parte de las tierras comunales se dividieron en parcelas y una de ellas fue entregada al supuesto asesino para la construcción de su vivienda y para que contase con tierras de cultivo o pasto. Julián, uno de los vecinos autóctonos se sintió especialmente estafado y, viviendo como vivía, colindante con el terreno de Manolo, comenzó a hostigarle sin freno en un intento de echarle de la zona.
Manolo tuvo unos difíciles comienzos. A la falta de ayuda se unía la dificultad para recibir materiales para construcción, sus animales desaparecían misteriosamente y sus cultivos aparecían más de una vez arrasados por los animales domésticos de los demás. A esto se debía añadir el desconocimiento de las costumbres y la continúa animadversión que todos los habitantes mostraban hacía él. A fuerza de tesón consiguió organizarse y sacar adelante una pequeña vivienda junto con una mínima cantidad de reses que le daban para vivir sin complicaciones, los vecinos finalmente le aceptaron y se convirtió en uno más de los integrantes de la remota zona rural. Sin embargo, Julián continuó con su enemistad, seguía con su reiterado boicot que en ocasiones era más evidente y, en otras, se trataba de algo más sutil y sibilino.
Así fueron pasando los años, entre denuncias y continuos enfrentamientos. Manolo, finalmente, acabó totalmente integrado en la comunidad pues los vecinos morían o se iban a zonas urbanas. Compró algunas propiedades más y, a pesar de la lucha soterrada con la que tenía que lidiar, se sentía a gusto con la vida que llevaba. Únicamente se dedicaba a sus tareas, lo mismo que Julián, pues ambos eran solteros de solemnidad y difícilmente, a sus años, iban a lograr encontrar pareja en una zona tan alejada.
Acabaron siendo los únicos habitantes de la aldea, la mayoría de viviendas se fueron a la ruina y solamente sus casas se mantenían en buen estado. Los dos ancianos, lejos de unirse en la soledad, continuaron con su enfrentamiento y con las continuas denuncias que provocaban que tuviesen que verse en comisaría dos o tres veces por mes. Cada uno de ellos tenía sus hábitos engranados con los del otro de tal manera que, a no ser que fuese de manera casual, no tenían necesidad de verse.
Finalmente, en los últimos tiempos, parecían haber terminado con las continuas luchas. Según el atestado de la guardia civil hacía meses que no llegaban acusaciones y desde la comandancia llegaron a preocuparse por la falta de noticias después de tantos años. Decidieron echar un vistazo a la aldea, no encontraron a nadie y decidieron revisar las casas de los dos ancianos. La de Julián estaba en estado semiarruinado y con las puertas trabadas, al entrar en el interior se encontraron con el cadáver del hombre acostado sobre la cama. Tenía un disparo con postas de jabalí en el pecho y estaba perfectamente arropado entre las sábanas, por el aspecto del cuerpo llevaba semanas fallecido. Los agentes avisaron a la central y desplegaron un dispositivo para dar caza a Manolo, éste había salido con el ganado y a su regreso no opuso resistencia alguna. Durante el interrogatorio explicó a los cuerpos de seguridad que lo único que había hecho había sido cumplir la voluntad del finado que, según su testimonio, llevaba gravemente enfermo un tiempo y ya no tenía fuerzas ni para salir de la cama. Parece que finalmente fue la enfermedad lo que unió a estos dos antagonistas.
Nacho Valdés
miércoles, junio 02, 2010
La Radio Rota de Mr.K
Yo vine a este mundo para cantar
Andrés Calamaro publicó ayer ,1 de junio de 2010, su último álbum de estudio On the Rock tres años después del excelente trabajo “La Lengua Popular”.
Lo primero que llama la atención de esta nueva entrega del argentino es el amplio abanico de estilos que contiene.
Durante las doce canciones que componen el trabajo podemos escuchar: flamenco intelectual, rap narcótico, latin jazz, rock de estadio (casi heavy), rumba rock y baladas pop marca de la casa. Si anteriormente fueron la locura, las drogas y una catarsis personal los sustentos que llevaron a Calamaro a parir sus grandes obras, hoy es todo lo contrario, un estado de felicidad absoluto y un dominio del oficio inigualable. Andrés, conscientemente, ha decidido grabar este disco son su banda de directo habitual y con la que lleva girando más de tres años. Además, ha cedido la producción a su mano de derecha, Candy Caramelo, que conoce al Salmón desde los primeros tiempos de estancia en Madrid.
El disco se abre con un tridente de lujo formado por las voces de Andrés y Diego el Cigala junto a la personalísima guitarra del Niño Josele. Barcos es el nombre de esta maravillosa rumba sutil y sugerente. Un aperitivo exquisito y suave para el huracán que vendrá después.
El segundo tema Te extraño es uno de esos boleros que Andrés canta como si nadie hubiese cantado nunca antes. Acompañado en la retaguardia por la lengua guerrillera del Langui. Otra de las colaboraciones de lujo.
El primer rock del disco llega con un tema recuperado de la época salmónica El pasodoble de los amigos ausentes. Una temática bastante habitual en los textos de Andrés, los amigos que ya no están.
La lírica Calamariana tiene su primer Everest en Todos se van. Una melancólica mirada a todo lo que el tiempo se lleva. La guitarra sideral de Claudio Gabis hace el resto. Los otros rocks del disco son Flor de Samurái y El Perro, convertidos en descargas rabiosas del Calamaro más anti-sistema.
En el ecuador del disco alcanza a nuestros oídos la maravillosa Los Divinos single sabiamente elegido por la compañía para la promoción del disco. Una de esas melodías que las radios rezan para que les caiga del cielo.
Me envenenaste, tal vez próximo single, remite a esa rumba-rock que inventaron Los Rodríguez y luego todo Cristo copió con más o menos fortuna.
El jazz vocal se hace presente en Irremediablemente cruel con la estratosférica trompeta de Jerry González y las rimas siglo XXI de Calle 13.
Dos pesos pesados de la música en castellano aparecen en las últimas canciones del disco. Por un lado, Vicentico (Ex Fabulosos) dando swing a la cumbia Tres Marías, dedicada tal vez a la hija de Andrés. Enrique Bunbury se cita con Andrés para recrear el clásico de José Alfredo Jiménez “Te solté la rienda” con valentía y personalidad.
Para ir finalizando, solo decir que la distancia de Andrés Calamaro con el resto de músicos de nuestro idioma sigue creciendo hasta límites ya inalcanzables. Por poner un pero a esta nueva entrega del argentino nos podríamos quejar del exceso de colaboraciones que aparecen. Sin embargo, ¿Quién no sueña con grabar con Andrés?
He recurrido al Martín Fierro para titular esta crítica. Creo que nuestro Salmón se siente bien ahí.Demos gracias a la vida por tener la suerte de compartir época con tan grande artista.
Mr. K (Próximamente más)
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