martes, abril 13, 2010

En el ángulo muerto Vol. 54


Baile

Hacía años, desde que había fallecido mi mujer, que no sentía nada parecido. Fue como si el estómago se me revolviese, parecido a revivir las sensaciones de la pubertad durante las cuales el cuerpo no responde y se descompone de forma arbitraria. Me intenté tranquilizar, pensaba que ya no estaba para ese tipo de situaciones, pero me resultó imposible. Ella estaba en la otra esquina del baile, yo había acudido como casi todos los viejos del pueblo, a pasar el rato y la tarde sin nada mejor que hacer que quejarnos en silencio. A esa hora del día, todavía temprano para los jóvenes, sólo los ancianos nos habíamos acercado a la plaza. Los más osados se reían y hacían como que bailaban un pasodoble sobre el árido y ardiente adoquinado, yo rebuscaba en mis bolsillos en pos de algo de dinero para tomar algo fresco. Era inútil, sabía que no tenía nada, pero cuando te haces mayor te vuelves maniático y haces las cosas mil y una veces. Como suponía tuve que conformarme con el caño de la fuente.
Me habían dicho que iban a venir de los pueblos de la zona y, aunque no tenía ninguna pretensión, estas novedades siempre resultan curiosas. Al principio ni la vi llegar, no reparé en las personas que se habían agrupado en una esquina y que tímidamente parecían no atreverse a mezclarse con los del pueblo. Repentinamente el corazón me dio un vuelco, se me desordenó el cuerpo y tuve que bajar la mirada. No era capaz de echarle ni un vistazo, me sentía como un adolescente, como un chiquillo muerto de vergüenza. Me acerqué disimuladamente, dando una vuelta en torno a las mujeres que habían cerrado filas y de soslayo eché un ojo fugaz. Ella reparó en mí, aguanté sus ojos verdes y me fui acobardado al banco que ocupaba en la otra esquina.
Dejé pasar unos instantes mientras el sol iba ocultándose y el viento fresco inundaba el valle, algo comenzó a latir en mi interior alimentando mi amor propio. Decidí no amilanarme y lanzarme, no dejar pasar una de las pocas oportunidades que me quedaban para disfrutar la vida. Me acerqué a su grupo mientras la orquesta sonaba, recuerdo que las mejillas me ardían y tremendamente ruborizado, como si fuese un chiquillo, le pedí un baile. Ella miró esquiva a sus amigas que comenzaron a reír por la invitación, yo me mantuve impenitente al tiempo que alguna de ellas la animaba a salir a la pista. Finalmente accedió y mi cuerpo dio un vuelco, creo que incluso me mareé ligeramente.
Durante los primeros compases mi cuerpo estaba rígido, tenso, aunque el contacto con un cuerpo femenino, cosa que no me sucedía desde hacía años, comenzó a hacer mella en mi sensibilidad. Su olor, la suavidad de su piel y la profundidad de su mirada me hicieron rejuvenecer, fue como volver a una época que pensaba que ya había clausurado y dejado atrás. Definitivamente nos dejamos llevar a la luz de los faroles de la plaza, acabamos hablando hasta que se hizo noche cerrada y la música cesó. Los dos estábamos absortos, imbuidos en un estado de nervios que los viejos como nosotros no acostumbrábamos a sufrir. Nos contamos nuestras historias y confidencias, nos escuchamos y nos cogimos las manos. En unas horas desarrollamos una especie de vínculo, una confianza que no esperaba encontrar en esa verbena.
Una de sus amigas vino a llevársela, su autobús volvía a su pueblo y tenían que partir. Ambos estábamos solos, sin nadie que nos esperase en casa, pero me acobardé a la hora de pedirle que se quedase en mi casa. Toda una vida educados para evitar las pasiones pesa demasiado a la hora de tomar decisiones, además habíamos vivido unos momentos mágicos que probablemente se rompiesen en pedazos si íbamos más allá. Nos miramos a los ojos y decidimos tácitamente quedarnos con el recuerdo, con la emoción de lo que no fue y podía haber sido. Nos despedimos con un abrazo y juramos que nos volveríamos a ver, cuando se alejó de mi lado echó un último vistazo al anciano que dejaba a sus espaldas. Nunca más volvería a ver esos ojos verdes que me arrebataron el corazón, me quedé unos instantes escuchando los sonidos del bosque y me fui para casa.

Nacho Valdés

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen final. Un último bocado de aire fresco para cerrar toda una vida.

raposu dijo...

Me ha gustado mucho.
Supongo que esto cierra la trilogía sobre viejos que habías anunciado. No sé por qué (¿o si sé por qué?) me han parecido relatos tiernos, a pesar de que eran duros. Bueno más que "duros", reales.

Bienvenido a casa, espero que hayas disfrutado "como un chino".

Sergio dijo...

La trilogía viejuna ha brillando a gran altura. Enhorabuena pues no es fácil meterse en la piel de otros y salir indemne.

¿Ahora toca la pubertad o el más allá?

Saludos amic