lunes, enero 11, 2010

En el ángulo muerto Vol. 42


Locura transitoria I

Todo comenzó como una ilusión, una quimera que fue tomando forma hasta que se materializó en un bonito ático con vistas a toda la ciudad. Mi reticencia inicial fue dando paso a cierta permisividad hasta que, de un día para otro, me sorprendí viendo una casa con una chica de una inmobiliaria. El piso era una maravilla, céntrico, luminoso, amplio, aunque un tanto destartalado. Lo más atractivo era el precio, asequible para la zona y no excedía en demasía al de la casa que dejábamos atrás. A mí realmente me daba igual vivir en un sitio o en otro, pero a mi novia parecía importarle mucho la gente de la que se rodeaba. No digo que no sea significativo, aunque para mi gusto era demasiado intransigente, tachaba a nuestros vecinos de incultos o de pueblerinos, cosa que era cierta, pero no había hecho nada por entenderles o acercarse a ellos. El caso es que de la noche a la mañana me vi inserto en una mudanza, los trastos, muebles y demás enseres que habíamos acumulado durante los últimos tres años deberían moverse, limpiarse, reubicarse y demás historias que acompañan a estos eventos. Por otro lado, la casa necesitaba una mano de pintura y que se tapasen las múltiples grietas con las que contaban techos y paredes. Vamos, un trabajo de chinos en el que me embarqué sin dudar, una de estas cosas que acometes con fuerza antes de empezar pero que en cuanto te pones manos a la obra ves enseguida que te quedan grandes.

Lo primero que hicimos fue pintar. Compramos todo lo necesario y acometimos la faena, rodillo arriba y abajo, pincel para las esquinas, distintos colores dependiendo de la estancia que decorásemos. El despliegue era importante y ya comencé a sospechar que el asunto traería más cola que las meras molestias provocadas por la suciedad; la tensión era patente y, cada instante que pasaba, se hacía más evidente. Cada uno teníamos nuestra forma de trabajar. Yo me ponía música y si nadie me molestaba podía tirar durante horas a buen ritmo y sin pestañear, pero ahí estaba la cuestión, las interrupciones comenzaron a ser constantes. No podía dar un paso sin que su chirriante voz me anunciase algún drama que a mí, por supuesto, me parecía una gilipollez como una casa. – Estás manchando el suelo. - -¿Me ayudas a abrir la tapa de la pintura? – No llego a tal sitio. - - ¡Estoy harta de esta mudanza! - - ¡Este color no me gusta!- Así todos los días, durantes varias horas, con el agravante de que era después de cumplir con mi jornada laboral. Como todo tiene un límite, poco a poco, se me iban hinchando los cojones y todos los días acabábamos discutiendo y echándonos los trastos a la cabeza. Para colmo de males, la cosa no parecía avanzar y tardamos muchísimo más de lo esperado en terminar de pintar todo el piso. Los plazos comenzaban a agobiarnos y teníamos que dejar nuestro antiguo hogar, por las noches solía echarme un cigarro con una cerveza en la terraza vieja, añoraba esos días en los que todo discurría sin problemas y no tenía más complicación que ir a trabajar y cumplir con mis responsabilidades cotidianas.

Nacho Valdés

4 comentarios:

raposu dijo...

Joder, es como tener un "déjà vu". ¿como seguirá? ¿cómo acabará? ¿qué pasará por el medio?

No sé si podré aguantar una semana...

Sergio dijo...

Ni yo...vaya tensión carajo. Nos tienes expectantes friend....

Sergio dijo...

OOOPSSS

Muchacho_Electrico dijo...

gran relato, real como la vida misma. No había ningún animal en esa casa?