Matarte a golpes encima de un cuadrilatero es como cerrar con llave tu infancia y cualquier sentimiento de bondad. Las sofisticadas y envilecidas manos del engranaje comercial pegan más duro que el mejor boxeador de todos los tiempos. Pero de vez en cuando vislumbras la gloria, se dibuja el golpe perfecto, la inmortalidad del atleta, los puños en alto de la olimpiada de Munich, la asombrosa plasticidad del movimiento único. Entonces todo lo demás se olvida
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