martes, julio 20, 2010
En el ángulo muerto Vol. 67
Travesía
Según los cálculos del piloto, los cuales no coinciden con los míos, veremos tierra, si el viento nos es favorable, en tres días. No nos espera más que una diminuta isla caribeña, no más que un peñasco pero con los suficientes recursos como para que se haga necesaria una parada. Por ejemplo, agua potable, paradójicamente uno de los bienes más escasos en la inmensidad del océano. Isla Decepción es su nombre y, según las cartas, si conseguimos avituallarnos y recalar en ese pedazo de roca olvidado estaremos cerca de lograr el objetivo marcado con esta travesía. Por lo menos, en caso de que realmente lleguemos tan pronto como el piloto dice, los hombres podrán distraerse, templar los ánimos y, al menos, comer algo de fruta fresca.
Yo no soy tan halagüeño en mis predicciones. Creo que nuestro rumbo no ha sido el adecuado y que no nos dirigimos en dirección a Isla Decepción, sino en una dirección indeterminada que no sé a dónde nos conducirá. Por supuesto esta información me la he callado para mí, y únicamente la he compartido con el piloto y mi segundo pero están tan desanimados como el resto de la tripulación y han hecho oídos sordos a mis advertencias. Considero que lo adecuado sería recalcular nuestra posición para, de esta manera, tener alguna garantía a la hora de atracar en destino. No me escuchan, están cegados por la posibilidad de tocar el suelo, de dejar de oscilar sobre la cubierta mientras el contenido de nuestros estómagos se agita sin fin. Quieren, de una vez por todas, dejar de tener la boca cargado del sabor a salitre que no hay manera de borrar en cada trazo de comida o bebida que se ingiere en el mar. Ni tan siquiera el ron nos ayuda y, éste, también parece haber sido contaminado por las sales de Neptuno.
Los hombres, por otro lado, están nerviosos. Llevamos retraso, no tuvimos vientos adecuados y una tormenta nos hizo perder un tiempo precioso en reparaciones que, con un poco de suerte, podíamos haber evitado. La comida escasea y, últimamente, son las galletas secas nuestra principal fuente de energía. La carne en salazón se ha terminado y, el agua fresca, tan necesaria cuando se trabaja de sol a sol sobre los hirvientes tableros que conforman la cubierta, está siendo racionada y lo que toman los hombres no llega ni a media porción diaria. Por supuesto nadie se ha atrevido a preguntar nada, se consideraría una desfachatez y, sin lugar a dudas, mandaría azotar al osado por tal impertinencia. Sin embargo, los rumores y los corrillos comienzan a abundar y la cadena de mando sí que me hace llegar el malestar general que corre entre los marineros. Sé que si no llegamos pronto primero se producirán enfrentamientos entre ellos y, después, irán subiendo en la jerarquía hasta llegar a nosotros. He decidido, por lo que pueda pasar, poner a buen recaudo la armería de la nave. De hecho, mis oficiales me han comentado que uno de los marineros ha desaparecido. En otras circunstancias lo achacaría a un despiste, una caída por la borda o un accidente; pero tal y como están las cosas lo más probable es que una discusión, avivada por el momento en el que estamos inmersos, haya llevado al asesinato o la venganza. En el mar resulta muy sencillo hacer desaparecer un cadáver. Yo también he sido marinero raso y sé que en estos casos se forman bandos: los que están con el mando y los que están en contra y quieren tomar las decisiones. Cuando uno de los dos grupos está en desventaja suelen producirse desgraciados accidentes, por decirlo eufemísticamente.
Miro las estrellas desde la cabina y rezo por que en breve veamos tierra, nada más podrá librarnos de un desastre.
Nacho Valdés
lunes, julio 12, 2010
En el ángulo muerto Vol. 66
Sofocante
El calor era insoportable, dadas las circunstancias me había decidido por uno de mis trajes más serios. El jefe de proyecto me había citado en el centro de la capital, en una de esas tascas con solera y tradición y, por supuesto, sin aire acondicionado ni ninguna de las comodidades del mundo moderno. Había tomado un par de cervezas bien frescas, pero nada era capaz de calmar mis calores incontenibles. Un triste ventilador, lleno de grasa y con más años que yo mismo de vez en cuanto lanzaba una ráfaga de aire enrarecido y cargado por los aromas de los parroquianos y la cocina de la que no paraban de manar gases.
- Espero no llegar demasiado tarde. ¿Llevas mucho aquí? – Contesté con un típico formulismo que le eximía de toda responsabilidad, para algo era el que dirigía el proyecto. De todas formas, me hubiese gustado soltarle algún exabrupto, algo que le dejase claro mi completo desprecio por haberme hecho quedar con él a solas en pleno verano y sin motivo aparente.
Al cabo me explicó el motivo por el que me había citado, su deseo era conocer en más profundidad al que calificó como su mejor valor en el grupo. Es decir, yo mismo. Los halagos no me calaban, sólo podía pensar en que el tipo había acudido en mangas de camisa, con el cuello abierto pudiendo ventilarse a su antojo mientras yo me cocía dentro de mi indumentaria. Mis sienes comenzaron a sudar incontrolablemente y notaba como los goterones caían, me los imaginaba llegando a mi espalda encharcada contra la que se pegaba la camisa y el chaleco. Me desabroché imperceptiblemente, en un descuido de mi acompañante, el cuello de la camisa. El alivio recibido fue mínimo.
Nos habíamos visto sólo en un par de ocasiones; la primera durante la entrevista y, la segunda, cuando pocos días atrás tomé posesión de mi puesto. No sé el motivo o si respondía a alguna táctica desconocida para mí, pero resultó que le caí en gracia y no dejó de atosigarme mientras colocaba mis escasos objetos en el escritorio que me había reservado. El resultante fue una comida en un lugar atiborrado y sucio. – Deberías probar los riñones… aquí los hacen estupendos. – No entendía como alguien podía probar vísceras en un lugar como en el que nos encontrábamos, me decidí por una ligera ensalada. De hecho, me sentía mareado, como ido. La palabrería que me dirigía no llegaba a ser registrada por mí, me bombardeaba con preguntas personales y con datos biográficos que no me interesaban lo más mínimo, todo ello calado por lo que a él le parecían ocurrentes anécdotas que no hacían sino adormecerme cada vez más. Hacía esfuerzos por seguir el hilo de la conversación, asentía y de vez en cuando soltaba algún monosílabo seguido de una media sonrisa. El hombre se lo pasaba en grande, soltaba sonoras carcajadas que hacían oscilar su brillante y grasienta papada. La camisa que vestía no era capaz de contener las ingentes cantidades de grasa que cubrían su enorme cuerpo, se había pegado a su oronda figura trasparentando la tupida mata de pelo que coronaban sus pechos de tamaño más que respetable. Sus hombros parecían cumbres nevadas en pleno verano, la caspa se había fusionado con la humedad y formaba una especie de película resbaladiza. Yo comía sin apetito, intentando evitar observar la parte de su anatomía que más desagradable me parecía. Una de sus mejillas estaba coronada por una tremenda, húmeda y peluda verruga que cada vez que masticaba con ansia, como si de un cerdo se tratase, se movía con vigor inusitado. Me daban ganas de pedir un cuchillo para carne y lanzarme contra él para, con habilidad quirúrgica, arrancársela en varios cortes precisos y matemáticos.
Alejé esas ideas de mí, estábamos en los postres y sabía que un mísero café me separaba de la libertad. No quedó satisfecho hasta que tomamos un par de orujos, el tipo parecía borracho o, al menos, alegre por todo el vino que había ingerido durante la comida. Insistió en que tomásemos una copa pero me excusé con un compromiso familiar y, prácticamente sin terminar la frase, tuve la habilidad de reclamar un taxi levantando el brazo. Con una gran sonrisa me despedí mientras no le daba tiempo a reaccionar y me metía en el vehículo, cuando me alejaba solté un suspiro de alivio y eché un vistazo para ver como dejaba atrás esa enorme y desagradable silueta.
Nacho Valdés
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