
Hello my Hungry Hearts friends…Os escribo desde el olvido metafísico de mis funciones más elementales. Disfruto de unas merecidas vacaciones tras un año algo agitado. Aun así, mi deshabitado cerebro es incapaz de dejar pasar las oportunidades sonoras que el tiempo nos regala.
El amigo de todos, Joaquín Sabina, publicó hace unos meses nuevo disco Vinagre y rosas. Como era de esperar, en poco tiempo se convirtió en disco de platino, éxito absoluto de ventas y por supuesto, el perro andaluz ya ha logrado cerrar más de 120 conciertos para el año que empieza.
Decir Sabina en España es decir mucho. Cuando el bardo se pone a escribir, asusta. Ya sabemos que no es el Sabina de antes, el que cerraba los bares con las manos llenas de coca y putas (él se encarga de recordarlo en cada entrevista), pero tampoco le queda ancho el traje de sobreviviente. Ese es quizás uno de los grandes problemas de sus textos actuales. ¿Qué Sabina debe hablar? ¿El ex cocainómano, el hombre que va al mercado por las mañanas o ambos a la vez?
Las letras, auténtica prueba del nueve de Vinagre y Rosas, parecen estar aquejadas de una extraña enfermedad a la que a partir de ahora podríamos denominar “Sabinitis”. Me da la sensación que el bueno de Joaquín hace un ejercicio de autoplagio con la pega de que, lo que antes rebosaba autenticidad, hoy es un ejercicio de estilo más que cualquier otra cosa.
Su último disco me resulta aburrido, desencajado y, en ocasiones, fuera de lugar. Parece que de tanto ir con Serrat se le ha pegado el mismo anquilosamiento en las grabaciones de las que hace escuela el catalán. Sabina lleva demasiado tiempo dejando recaer todo el peso de su producción musical en sus dos compinches Pancho Varona y Antonio García de Diego.
Las guitarras suenan en ocasiones a disco de Alejandro Sanz o de cualquier “baladista” del montón. Estridentes y absurdas. Las músicas remiten a algo ya escuchado anteriormente. Y no una vez, sino varias.
Sólo en una ocasión ha tenido el valor o la lucidez de probar otra cosa y, ¡sorpresa!, le tocó el premio. Grabó su mejor disco en manos de otro, la obra maestra 19 días y 500 noches, que parió junto a Alejo Stivel. Las letras y la música de esas canciones llevan la firma exclusiva de Sabina. A partir de ese momento, sus canciones las firman él y sus productores. La única razón por la puedo entender semejante encabezonamiento artístico es que Varona y De Diego son las únicas personas capaces de aguantar una grabación con Joaquín. Conocen mejor que nadie sus tiempos, su personaje, y su mala leche. Todos recordamos como acabó con Fito Páez durante la grabación de Enemigos Íntimos.
El disco contiene varias colaboraciones: Benjamín Prado, uno de esos poetas que el rock ha ido engullendo con su gran boca, se ocupa de algunos textos a pachas con Joaquín. De este pacto de caballeros ha salido el libro Romper una canción escrito por Prado donde se cuenta el proceso de construcción de las canciones y las miles de anécdotas que les sucedieron a estos dos outsiders.
La otra colaboración corre a cargo de los omnipresentes Pereza, los cuales firman increíblemente los dos mejores momentos del álbum. Los jóvenes roqueros ejercen como tales y dan un empujón al tempo general del disco. Eso sí, también nos regalan como siempre su estigma de payasos al rodar el video clip del single Tiramisú de Limón en una actitud totalmente alejada de la realidad, mostrando innecesariamente ,pues ni canción ni lugar lo requieren, todas las posiciones para tocar una guitarra de la forma más roquera posible.
Resumiendo, éste no es ni mucho menos el mejor disco de Joaquín, ni lo será el siguiente si sigue sin arriesgar. Confieso, no sin cierto reparo, que durante años le rendí pleitesía, y que seguramente por eso siga creyendo en él con el paso de los años.
En esos momentos tan íntimos me miro al espejo y la mente me dice: nadie sabe envejecer tan bien como Dylan.
Seguiremos emitiendo…
Mr.K