lunes, mayo 02, 2011

En el ángulo muerto Vol. 100




Beatitud

La vida nunca volvió a ser igual en Cerezo del Río, la dinámica de la antigua y minúscula parroquia se vio alterada debido a la presencia de don Cecilio que, aunque alejado de su rebaño por una barrera invisible que había levantado, se mantenía vigilante para que la rectitud y piedad estuviese presente entre los habitantes del pueblo. El cura, de costumbres inamovibles, mantenía su ritmo de vida indiferente a las lluvias, el sol o cualquier otra inclemencia que pudiese perturbar sus interminables paseos y su dedicación intelectual vespertina. Cuando hacía frío o llovía se calaba una boina que le habían regalado y que ayudaba a proteger a su cada vez más despoblada cabeza y cuando el sol castigaba con justicia utilizaba vestimenta laica y seguía con sus imperturbables caminatas. En esto último también había supuesto una novedad su llegada pues, hasta conocerle, nadie en la comarca había visto un cura sin su sotana. Por supuesto esto levantó ampollas entre aquellos más beatos y, me atrevería a decir, meapilas. Finalmente, pues parecía que para este tipo de cosas don Cecilio tenía un sexto sentido, les dedicó unas palabras desde el púlpito que desarmaron cualquier futuro ataque que pudiese sufrir. Estas eran las acciones que llevaban a los pueblerinos a reverenciar a don Cecilio, a tenerlo en tal consideración que ya nadie recordaba la vida antes de que él llegase. Incluso, el difundo sacerdote que había estado décadas entre ellos había pasado a un oscuro rincón de la memoria colectiva y eran escasas las ocasiones en las que salía favorecido en la comparación con el nuevo cura.
Algunos habían llegado a defender que se trataba de una especie de místico, un hombre que había llegado a la villa para mostrar el verdadero camino de la fe a las impías personas que hasta ese momento habían llevado una existencia disoluta. Con el paso de los años, el eclesiástico se vio obligado a establecer turnos de visitas por las tardes pues era tal la cantidad de personas que acudían a hablar con él que se le hacía imposible atenderles a todos. Se dio el caso de un padre de familia que, alentado por las habladurías en torno a don Cecilio entre las que se incluían ciertas capacidades curativas, estuvo durante días a la espera de audiencia para que intentase sanar a su hija. Cuando llegó su turno, pues a todos los que acudían les acuciaban terribles problemas que no podían esperar ni por un padre y su hija, el pobre don Cecilio tuvo que desacreditar tales capacidades extraordinarias y les recomendó a un conocido suyo que ejercía la medicina en el hospital comarcal. Como en definitiva se produjo la curación, el san Benito de los poderes curativos de don Cecilio cayó sobre él como una losa. Y digo bien, pues la afluencia de personas se había convertido en una tremenda losa para el párroco que no daba abasto para atender a tales aglomeraciones. De hecho, las consultas y lecturas que realizaba por las tardes se vieron relegadas a la noche y las caminatas transmutaron en ocasionales paseos que no colmaban las aspiraciones deportivas de don Cecilio. Después de un tiempo que a mí se me antojó corto, aunque bien podría haber pasado un lustro, montó una especie de consultorio en el que trabajaban vecinos voluntarios que llevaban las citas y, como no podía ser de otra manera cuando se trata con el clero, las cuentas. Cada uno de los que por allí pasaba a recibir consejo dejaba un donativo que, aunque simbólico, se acabó institucionalizando y saneó de manera increíble las cuentas de la parroquia. De hecho, fue don Cecilio el que restauró el retablo del altar y el que compró unas nuevas campanas que se escuchaban desde kilómetros a la redonda. Todas las posibles temáticas pasaban por su mesa; desde problemas con las tierras, hasta rencores familiares y, por supuesto, crisis de fe que no resistían los envites dialécticos del cura.
Sin embargo, y aunque parecía disfrutar enormemente arreglando las dificultades de los demás con sus sabios consejos, donde realmente se mostraba pletórico era durante las homilías y sermones que dedicaba a su rebaño durante la misa del domingo. Recuerdo un verano, especialmente caluroso y en el que se estaban echando a perder las cosechas, en el que la gente acudía a raudales a las misas y se tuvieron que instalar en la plaza del pueblo megáfonos para que nadie se perdiese sus pláticas. De lo que nadie parecía darse cuenta era que cada día nuestro cura se mostraba más alicaído, más consumido y descuidado. Cuando reparé en ello no le di más importancia pues haciendo un repaso del tiempo que llevaba entre nosotros caí en la cuenta de que ya habían pasado los suficientes años como para empezar a notar cierto deterioro y más si se tenía en cuenta el ritmo de trabajo que llevaba.

Nacho Valdés

4 comentarios:

raposu dijo...

No termino de entrever por donde acaba metiendo la pata Don Cecilio, das muy pocas pistas

raposu dijo...

No termino de entrever por donde acaba metiendo la pata Don Cecilio, das muy pocas pistas

Sergio dijo...

Don Cecilio no puede meter la pata. Es un grande.

laura dijo...

Estoy un poco desconcertada, pues por lo que contabas al principio el hombre me caía fatal y sin embargo ahora es un santo...no sé qué pensar de él!
Un beso, cariño.
Laura.